Tuvo suerte, no sólo no tuvo ni un rasguño a pesar de luchar en las batallas más importantes y decisivas del conflicto, sino que además consiguió una fortuna que le cambió la vida y la de su familia.
Durante una batalla, creo que fue la del Ebro, en la que murieron miles y miles de soldados tanto de un bando como de otro, en el fragor de la lucha, rodeado de heridos y muertos, escondido en la trinchera cabeza abajo, protegiéndose de bombas y ametralladoras, palpó un sobre. El sobre era abultado y estaba amarillento, sucio de tierra y barro. La solapa estaba sujeta por una cinta de color rojo. El corazón se le aceleró aún más de lo que ya lo tenía, porque desde el primer momento intuyó que algo muy importante contenía. Lo guardó con disimulo bajo su guerrera y se ocupó de lo que verdaderamente importaba en esos momentos, salvar la vida saliendo de aquel infierno.
Era una fortuna, no recuerdo cuanto dinero me dijo que había, pero desde luego un gran fajo de billetes de 1.000 pts. de la época. No contenía nada más, sólo el dinero.
Pasó lo que restaba de guerra con el dinero en el pecho y el miedo en el cuerpo, porque era consciente de que si lo descubrían, nadie lo salvaría del pelotón de fusilamiento.
Aguantó el tirón porque sabía que si lo conseguía, solucionaba su vida y la de su familia.
Lo consiguió, terminada la guerra y sin decir a nadie lo ocurrido, se vino a Sevilla y se compró una panadería en el centro, además de una casa grande para sus hermanos y otra para él. No dió explicaciones a nadie, ni nadie se atrevió a pedírsela. Faltaba su madre, fallecida durante la guerra, a la que sí le hubiera contado, pero a falta de ella consideró que era mejor no implicar a su gente.
Subió y subió, su oficio de panadero tan bien aprendido durante la época de "fatiga", redundó en la calidad del pan que fabricaba y se hicieron famosas sus rocas, teleras, molletes, retorcidos... tenía despachos en casi todos los barrios de Sevilla sobre todo en la periferia, porque decía que eran las mejores zonas para la venta del producto, el pan era básico en la alimentación de las clases más desprotegidas.
Se rodeó de gente de confianza, a saber su familia y la de su mujer: casi todos los hermanos de ésta, su cuñada, mi padre y hasta sus suegros cuando ya tan mayores y por las circunstancias políticas de mi abuelo llegaron a Sevilla. Con ellos se aseguraba la lealtad, el sometimiento y el agradecimiento de todos por sacarlos de la precaria situación que en aquellos tiempos de posguerra se vivía, a cambio de un trabajo fiel y mal pagado.
Cuanto más subía, más cambiaba su carácter y su actitud en la vida. Se acostumbró al "peloteo" y la adulación, a mandar con tiranía. Se aficionó al dinero de una manera insana, sus ideas cambiaron y acogió con los brazos abiertos los postulados de Falange y de Franco, empezó a relacionarse con lo "mejor" de Sevilla a niveles muy altos, introduciéndose en ambientes solo aptos para adinerados. Sus hijos estudiaban en colegios de élite, tenían "chacha", veraneaban todos los años en la playa de moda del momento y no les permitía relacionarse con los chicos del barrio dónde vivían.
Cada vez que inauguraba una nueva panadería, la familia de su mujer estaba vetada a asistir al evento, por pobres y "rojos", no digamos de mi abuelo que lo escondía y le tenía prohibido que apareciera por su casa. Lo empleó como guarda nocturno en uno de sus hornos, a cambio de unas pesetillas y un pacto para que no dijera que era su suegro.
Mi padre le temía, temblaba literalmente cuando llegaba por su despacho, el número siete de su cadena, porque nunca nada estaba bien, a pesar que era el que más vendía. Le descontaba del sueldo cualquier pérdida por pequeña que fuese, el pan sobrante, los dulces que se estropeaban, el dinero que pudiera perderse o los "fiaos" que no se cobrasen. Cuando no era una cosa, era otra y todos los meses le cizaba del ya escurrido sueldo un buen pellizco.
Fueron veinte años de sufrimiento, de temblar cuando sonaba el teléfono anunciando la visita, de sacrificio tanto económico, porque teníamos lo justito para ir tirando, como laboral, porque mis padres no disfrutaron jamás de vacaciones, trabajaban 362 días al año, desde las 5´30 de la mañana hasta las 11 de la noche, sólo libraban la tarde del Domingo de Ramos y el Jueves y Viernes Santo. Cuando mi padre cayó enfermo y le dieron la incapacidad, se quedaba con parte de la pensión que cobraba, en pago de una deuda que se sacó de la manga, alegando no sé que pérdidas del despacho.
La vida lo castigó, haciéndole padecer momentos muy duros, dentro de una vida muy larga. Sobrevivió a un cáncer después de una lucha tremenda. Su único hijo varón, el que iba a ser su sucesor, le salió comunista y no pocas veces fue detenido y encarcelado por su actividad clandestina en los ambientes universitarios, logicamente no quiso saber nada de los negocios de su padre. La hija pequeña también la tuvieron en los calabozos de La Gavidia, por hacer pintadas en contra del regimen,a la segunda le tocó un marido superfacha que la maltrataba y a la mayor el suyo la abandonó. El imperio empezó a resquebrajarse porque su cabeza, su salud y las preocupaciones hicieron mella y terminó vendiendo lo poquito que le fue quedando para garantizarse al menos una vejez tranquila. Los amigos le volvieron la espalda ante estos acontecimientos y hasta su propia familia se fue retirando de su lado. Tuvo que sufrir el fallecimiento de su nieto mayor, el más querido, a los veinte años y el de todos sus hermanos, uno a uno.
Se recluyó en un piso que alquiló con su mujer y poco a poco, empezó a volver a ser el que fue en su juventud. Lejos del poder, de la adulación, de los amigos "fachas" empezó a encontrarse a sí mismo. Salía todas las mañanas a pasear por el parque cercano a su casa, con su mascota siempre colocada y una pulcritud en el aseo y en el vestir impresionante, se acercó a sus hijos, salvando diferencias, iba a comprar al mercado y hasta cocinaba muchas veces para que su mujer descansara.
Fue en esta época cuando yo realmente lo conocí, cuando aprendí a mirarlo a la cara sin sentir miedo. Iba con mi madre a su casa a visitar principalmente a mi tía y nos recibía con la misma pompa y alegría con que lo hacía en sus tiempos de gloria con los amigos ya perdidos. Se sentaba a la mesa con nosotras, siempre con un plato de queso y un rioja por delante y entonces poco a poco y a retazos, me fue contando su vida, ésta que yo ahora estoy contando. A veces con orgullo, a veces con pena, a veces con dolor y pesar.
En los últimos tiempos, ya de edad muy avanzada, cada vez que me veía lloraba, con un sentimiento tan hondo que me emocionaba. Al final cuando ya la cabeza se le iba y a veces no me reconocía, seguía llorando al abrazarme.
Ahora va a hacer un año que murió con 98. Asistí a su entierro.
Mientras bajaban el féretro, en el nicho que en sus años de rico, compró, se me escapó primero una tímida lagrima, y otra y otra hasta que fluyeron con vehemencia incontrolable sobre mi mejillas, porque con su pérdida se acababa o se cerraba una parte de mi vida en la que siempre estuvo presente, con sus luces y con sus sombras y al que a pesar de todo nunca pude odiar, sino todo lo contrario, terminé queriendo.
La vida puede ser muy larga y hay tiempo para todo, para mi bastó el que supiera reconocer sus errores y aunque nunca me pidiera perdón por lo que hizo sufrir a mi padre, para mi fueron suficientes sus lágrimas en el ocaso de su vida.