" En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. LA GUERRA HA TERMINADO. Día 1 de Abril de 1.939."
Mi héroe volvió de la guerra, tenía 24 años y aparentaba más de treinta. Su pelo negro ensortijado, que no necesitaba brillantina, del que presumía conocedor de su atractivo, lo perdió en gran parte, su rostro aparecía curtido por el sol de la montaña y las lineas en su cara estaban ya, demasiado marcadas para su edad, sus pulmones empezaban ya a acusar un gran debilitamiento, fue mucho el tiempo que pasó con el uniforme mojado pegado al cuerpo, muchas las noches aterido de frío, los resfriados y las bronquitis eran el pan nuestro de cada día, y muchos los cigarrillos encendidos en cadena para paliar la ansiedad y el miedo. Ironías de la vida, su padre no quiso para él el trabajo en el campo, porque era duro, porque se sufría demasiado, en verano el calor que quemaba, el sudor que empapaba, la sequedad insaciable en la garganta y en invierno, el frío que helaba, el viento que arañaba la piel y la lluvia que embarraba la tierra y los pies y las piernas enfermaban... el cuerpo padecía a la intemperie las fuerzas de la naturaleza y el día a día era duro, sacrificado y con el paso de los años, la piel envejecía prematuramente, los huesos se debilitaban y las enfermedades y la vejez llegaban con demasiada antelación. Todas estas penurias quiso evitar a su hijo, y no sabía que por capricho de los hombres, a su hijo le tocaría padecer todo eso y en peores condiciones. Luchar en una guerra cruenta y a merced de una naturaleza que le iba a ser completamente hostil para terminar aquejado de todos los males que le quiso evitar.
El sufrimiento, la lucha, la desesperación, la pena, la incertidumbre...habían hecho mella en él y aunque su capacidad de reacción ante tanta adversidad era rápida y positiva, las marcas iban quedando, eran como cicatrices que se instalan para toda la vida, cada una de ellas dejando constancia de lo vivido y de lo que nunca podría llegar a olvidar.
Llegó a Sevilla con un gran declive físico, con el poco dinero que el ejército "regalaba" a los que habían "luchado por el bien de la Patria" para que de esa manera empezaran una vida nueva, pero... ¿que vida nueva? en su caso, no tenía estudios, ni trabajo, tenía que hacerse cargo, como cabeza de familia que era, de su madre y hermana y la situación laboral y económica después de tres largos años de guerra, era desalentadora. Sólo contaba con su oficio de tendero muy bien aprendido desde la niñez, pero para su desgracia, en este sector, las cosas se complicaban todavía más, la falta de recursos económicos en el 90 por ciento de la población, las cartillas de racionamiento, el estraperlo... estaban hundiendo la mayoría de tiendas de comestibles y los puestos de las plazas de abastos y difícil sería que le dieran trabajo. Ni siquiera podía pensar en conseguir un traspaso, un alquiler o una compra de algunos de esos negocios, cuyos dueños agobiados por las deudas y la escasez de ventas, vendían o traspasaban a precios irrisorios, porque sólo contaba el poco dinero que el Estado le abonó por los "servicios" prestados, y que, según sus cálculos sólo le daría para sobrevivir un par de meses.
Pero contaba con algo muy importante, más si cabe que ninguna otra cosa, su fuerza para luchar, sus ganas de conseguir una vida digna para su familia, su ilusión por llegar a tener su propio negocio y las últimas palabras premonitorias de su padre, grabadas en su mente aquella noche de primavera, fumando un cigarro al pie del camino con el cielo cuajado de estrellas: " Cuida siempre de tu madre y hermana, cuando yo no esté, que no les falte nunca de comer, lucha con todo tu corazón, que si así lo haces, lo conseguirás" y a él le sobraba corazón para eso y para más, para hacerlas feliz, para que volvieran a reir como en el pasado y estaba seguro de que lo conseguiría.
"Viví intensamente la guerra, el sufrimiento de las noches en vela, aterido de frío y miedo, viví lo mucho que se puede querer a unos compañeros que poco tiempo antes, ni siquiera sabía que existían y lloré como si fueran mis hermanos, cada muerte y cada herida, viví con desesperación rallando la locura la noticia de la desaparición de mi padre y la incertidumbre y el miedo de lo que podía estar pasándoles a mi hermana y a mi madre... pero a cada hachazo que me daba la vida, aún en contra de mis sentimientos, me sobreponía, tenía que seguir adelante porque mis seres queridos me necesitaban y porque las palabras de mi madre en su fatídica carta así me lo pedía: " la vida a pesar de todo merece ser vivida".
Así que cuando llegué a Sevilla, casi calvo, con la piel curtida y los bronquios dañados, con "cuatro perras en el bolsillo" y sin saber que iba a ser de mi vida, me juré que lo conseguiría, que la sonrisa , la ilusión, el optimismo, tenían que ser mi seña de identidad para el futuro, que sólo tenia veinticuatro años y toda la vida por delante y me marqué antes que nada dos objetivos primordiales: abrazar a mi familia enseguida, enterarme con detalle de todo lo ocurrido y obrar en consecuencia y después visitar a mi querido tutor y maestro, D.Froilán, saber de él y de su esposa de los que hacía casi dos años no tenía noticias, se interrumpieron sus cartas y me temía que algo muy importante tenía que haber pasado.
Supe mediante carta, que mi madre y hermana habían abandonado el pueblo y que mi tía Conchita, la hermana menor de mi madre, las acogió en su casa de un pueblo muy cercano a Sevilla y ese iba a ser de momento mi primer y principal destino. No veía el momento de abrazarlas y estar a su lado.
Pasé la primera noche en una pensión cercana a la estación de autobuses en el Prado de San Sebastián, porque al día siguiente cogería en esa estación, la camioneta que me llevaría al pueblo dónde vivía mi tía. Una vez instalado en la pensión, salí a la calle, estaba hambriento de libertad, de andar sin temor, sin tenerme que arrastrar, de cruzarme con gente como yo. Era primavera y nunca jamás en la vida he sentido y he vivido en sólo una mañana, una primavera con aquella plenitud, con aquel ansia, con aquellas ganas de sol y de vida. Anduve sin rumbo por el Prado, por La Pasarela, por el parque, dejándome llevar, sintiendo el sol calentando mis helados huesos, viviendo el trasiego de los coches por la carretera, el caminar de la gente de un lado para otro, los árboles majestuosos cobijando con su sombra, el cielo de Sevilla azul brillante cruzado de vez en cuando, por alguna que otra paloma blanca, rezagada, alejada de su nido en la Plaza de América. Me paré a mirar como un cateto que llega por primera vez a la ciudad, las gesticulaciones del guardia dirigiendo el tráfico, con su casco blanco, ( la escupidera lo llamábamos los sevillanos, porque cierto es que lo parecían), ahora de espaldas, ahora de frente, brazo derecho arriba, el izquierdo horizontal , de lado, pito de silbato, parón de los coches... y todo me llenaba de alegría, di gracia a Dios por estar allí, por disfrutar de ese sol, de ese cielo, del olor del azahar y de los jazmines. Me inundé de frescor y de silencio cuando pasee por el Parque Mª Luisa, escuché como si fuera la primera vez con sorpresa y emoción el trinar de los pájaros, el murmullo del agua cayendo en cascada por el monte gurugú, respiré con fruición el aire puro cargado del oxigeno, que las plantas, las flores, los árboles despedían, y que tan bien le venían a mis maltrechos pulmones, pasé, arrastré, acaricié con mis manos cada banco, cada fuente, cada flor, y saboreé el agua fresca de las fuentes jugando con ella como si fuera un niño de cinco años, salpiqué, mojé de agua mi cabeza, mi cara, mi uniforme de soldado que aún llevaba puesto y reí sólo ante la "travesura" y, algo cansado, me senté en un banco rodeado de flores para ver bañarse a los patos. Todo era maravilloso, el misterio de la vida en plenitud y yo me sentí afortunado, mimado y querido por ella, merecía la pena vivir aunque el futuro al menos de momento, no se me presentaba nada halagüeño.
Mi héroe volvió de la guerra, tenía 24 años y aparentaba más de treinta. Su pelo negro ensortijado, que no necesitaba brillantina, del que presumía conocedor de su atractivo, lo perdió en gran parte, su rostro aparecía curtido por el sol de la montaña y las lineas en su cara estaban ya, demasiado marcadas para su edad, sus pulmones empezaban ya a acusar un gran debilitamiento, fue mucho el tiempo que pasó con el uniforme mojado pegado al cuerpo, muchas las noches aterido de frío, los resfriados y las bronquitis eran el pan nuestro de cada día, y muchos los cigarrillos encendidos en cadena para paliar la ansiedad y el miedo. Ironías de la vida, su padre no quiso para él el trabajo en el campo, porque era duro, porque se sufría demasiado, en verano el calor que quemaba, el sudor que empapaba, la sequedad insaciable en la garganta y en invierno, el frío que helaba, el viento que arañaba la piel y la lluvia que embarraba la tierra y los pies y las piernas enfermaban... el cuerpo padecía a la intemperie las fuerzas de la naturaleza y el día a día era duro, sacrificado y con el paso de los años, la piel envejecía prematuramente, los huesos se debilitaban y las enfermedades y la vejez llegaban con demasiada antelación. Todas estas penurias quiso evitar a su hijo, y no sabía que por capricho de los hombres, a su hijo le tocaría padecer todo eso y en peores condiciones. Luchar en una guerra cruenta y a merced de una naturaleza que le iba a ser completamente hostil para terminar aquejado de todos los males que le quiso evitar.
El sufrimiento, la lucha, la desesperación, la pena, la incertidumbre...habían hecho mella en él y aunque su capacidad de reacción ante tanta adversidad era rápida y positiva, las marcas iban quedando, eran como cicatrices que se instalan para toda la vida, cada una de ellas dejando constancia de lo vivido y de lo que nunca podría llegar a olvidar.
Llegó a Sevilla con un gran declive físico, con el poco dinero que el ejército "regalaba" a los que habían "luchado por el bien de la Patria" para que de esa manera empezaran una vida nueva, pero... ¿que vida nueva? en su caso, no tenía estudios, ni trabajo, tenía que hacerse cargo, como cabeza de familia que era, de su madre y hermana y la situación laboral y económica después de tres largos años de guerra, era desalentadora. Sólo contaba con su oficio de tendero muy bien aprendido desde la niñez, pero para su desgracia, en este sector, las cosas se complicaban todavía más, la falta de recursos económicos en el 90 por ciento de la población, las cartillas de racionamiento, el estraperlo... estaban hundiendo la mayoría de tiendas de comestibles y los puestos de las plazas de abastos y difícil sería que le dieran trabajo. Ni siquiera podía pensar en conseguir un traspaso, un alquiler o una compra de algunos de esos negocios, cuyos dueños agobiados por las deudas y la escasez de ventas, vendían o traspasaban a precios irrisorios, porque sólo contaba el poco dinero que el Estado le abonó por los "servicios" prestados, y que, según sus cálculos sólo le daría para sobrevivir un par de meses.
Pero contaba con algo muy importante, más si cabe que ninguna otra cosa, su fuerza para luchar, sus ganas de conseguir una vida digna para su familia, su ilusión por llegar a tener su propio negocio y las últimas palabras premonitorias de su padre, grabadas en su mente aquella noche de primavera, fumando un cigarro al pie del camino con el cielo cuajado de estrellas: " Cuida siempre de tu madre y hermana, cuando yo no esté, que no les falte nunca de comer, lucha con todo tu corazón, que si así lo haces, lo conseguirás" y a él le sobraba corazón para eso y para más, para hacerlas feliz, para que volvieran a reir como en el pasado y estaba seguro de que lo conseguiría.
"Viví intensamente la guerra, el sufrimiento de las noches en vela, aterido de frío y miedo, viví lo mucho que se puede querer a unos compañeros que poco tiempo antes, ni siquiera sabía que existían y lloré como si fueran mis hermanos, cada muerte y cada herida, viví con desesperación rallando la locura la noticia de la desaparición de mi padre y la incertidumbre y el miedo de lo que podía estar pasándoles a mi hermana y a mi madre... pero a cada hachazo que me daba la vida, aún en contra de mis sentimientos, me sobreponía, tenía que seguir adelante porque mis seres queridos me necesitaban y porque las palabras de mi madre en su fatídica carta así me lo pedía: " la vida a pesar de todo merece ser vivida".
Así que cuando llegué a Sevilla, casi calvo, con la piel curtida y los bronquios dañados, con "cuatro perras en el bolsillo" y sin saber que iba a ser de mi vida, me juré que lo conseguiría, que la sonrisa , la ilusión, el optimismo, tenían que ser mi seña de identidad para el futuro, que sólo tenia veinticuatro años y toda la vida por delante y me marqué antes que nada dos objetivos primordiales: abrazar a mi familia enseguida, enterarme con detalle de todo lo ocurrido y obrar en consecuencia y después visitar a mi querido tutor y maestro, D.Froilán, saber de él y de su esposa de los que hacía casi dos años no tenía noticias, se interrumpieron sus cartas y me temía que algo muy importante tenía que haber pasado.
Supe mediante carta, que mi madre y hermana habían abandonado el pueblo y que mi tía Conchita, la hermana menor de mi madre, las acogió en su casa de un pueblo muy cercano a Sevilla y ese iba a ser de momento mi primer y principal destino. No veía el momento de abrazarlas y estar a su lado.
Pasé la primera noche en una pensión cercana a la estación de autobuses en el Prado de San Sebastián, porque al día siguiente cogería en esa estación, la camioneta que me llevaría al pueblo dónde vivía mi tía. Una vez instalado en la pensión, salí a la calle, estaba hambriento de libertad, de andar sin temor, sin tenerme que arrastrar, de cruzarme con gente como yo. Era primavera y nunca jamás en la vida he sentido y he vivido en sólo una mañana, una primavera con aquella plenitud, con aquel ansia, con aquellas ganas de sol y de vida. Anduve sin rumbo por el Prado, por La Pasarela, por el parque, dejándome llevar, sintiendo el sol calentando mis helados huesos, viviendo el trasiego de los coches por la carretera, el caminar de la gente de un lado para otro, los árboles majestuosos cobijando con su sombra, el cielo de Sevilla azul brillante cruzado de vez en cuando, por alguna que otra paloma blanca, rezagada, alejada de su nido en la Plaza de América. Me paré a mirar como un cateto que llega por primera vez a la ciudad, las gesticulaciones del guardia dirigiendo el tráfico, con su casco blanco, ( la escupidera lo llamábamos los sevillanos, porque cierto es que lo parecían), ahora de espaldas, ahora de frente, brazo derecho arriba, el izquierdo horizontal , de lado, pito de silbato, parón de los coches... y todo me llenaba de alegría, di gracia a Dios por estar allí, por disfrutar de ese sol, de ese cielo, del olor del azahar y de los jazmines. Me inundé de frescor y de silencio cuando pasee por el Parque Mª Luisa, escuché como si fuera la primera vez con sorpresa y emoción el trinar de los pájaros, el murmullo del agua cayendo en cascada por el monte gurugú, respiré con fruición el aire puro cargado del oxigeno, que las plantas, las flores, los árboles despedían, y que tan bien le venían a mis maltrechos pulmones, pasé, arrastré, acaricié con mis manos cada banco, cada fuente, cada flor, y saboreé el agua fresca de las fuentes jugando con ella como si fuera un niño de cinco años, salpiqué, mojé de agua mi cabeza, mi cara, mi uniforme de soldado que aún llevaba puesto y reí sólo ante la "travesura" y, algo cansado, me senté en un banco rodeado de flores para ver bañarse a los patos. Todo era maravilloso, el misterio de la vida en plenitud y yo me sentí afortunado, mimado y querido por ella, merecía la pena vivir aunque el futuro al menos de momento, no se me presentaba nada halagüeño.