domingo, 22 de septiembre de 2013

"Mi héroe" La bendita post-guerra

" A la tía Conchita le faltó tiempo para enviar a buscar a mi madre y a mi hermana. Bendita tía Conchita, querida tía Conchita, la bienhechora, la que no dudó ni un momento en abrir los brazos y las puertas de su casa para cobijar a su hermana y sobrina.

Para mi era casi desconocida, pero con el tiempo aprendí a quererla como a una madre, hubiera sido imposible no hacerlo. Fueron varios factores los que se rodearon para que así fuera, por un lado, al ser la más pequeña de los hijos de mis abuelos maternos y el haber estado  un tanto relegada por mi madre en sus preferencias, porque que sólo tenía "ojitos" para su hermano Florencio y la diferencia de edad entre ambas (9 0 10 años), junto a mi salida del pueblo siendo todavía casi un niño, hicieron que mi trato con ella fuera escaso, no podía imaginar en aquellos tiempos de bonanza y tranquilidad, que aquella tía con cara de bonachona, que parecía estar siempre en las nubes, poco agraciada, que nació con un ojo "seco", que lo único que heredó de la familia, fue la risa casi perpetua y la simpatía, porque ni tenía el hermoso  pelo rizado, ni los enormes ojos negros, ni la nariz pequeña que era el común denominador de los demás miembros de la familia, llegaría a ser una pieza tan importante en nuestras vidas. Conforme fue creciendo su falta de atractivo físico se fue haciendo más y más evidente, pero a la vez inversamente proporcional a ésto, en su interior crecía lleno de luz,  un corazón repleto de amor a los demás y fue casi con toda seguridad esa belleza interior, junto a su eterna alegría, la que, en contra de lo que todos pensaban, enamoró al hombre que se convirtió en poco tiempo en su marido ante el asombro de propios y extraños.

El no era oriundo del pueblo, pertenecía a una familia de Alcala de Guadaira dedicada a la industria aceitunera, era dueño de una  de las muchas  pequeñas fábricas que en aquellos tiempos se prodigaban en dicho pueblo. Con ésto pretendo decir, que sin ser rico, si que vivía con comodidad y holgura. Allí vivió los primeros años como una reina, porque a él todo le parecía poco para ella y cuando quedó embarazada y alumbró un varón fuerte y grande como el padre y con los ojos y el pelo negro y rizado como la familia de la madre, la felicidad fue inmensa,era el primo Juanito  que heredó como casi toda la familia, la alegría, el buen  humor y la risa como rasgo más destacado de su personalidad.

Cuando estalló la guerra civil, su marido también fue llamado a las filas nacionales, y como muchos tuvo que partir en contra de su voluntad y  de sus ideas  políticas. Marchó con la tranquilidad de que la pequeña empresa seguiría regentada por su  hermano hasta su regreso y que a su mujer e hijo, no le faltaría para vivir mientras él estuviera fuera. Pero no volvió, una bala perdida lo mató en plena batalla, cuando quedaba ya poco para que terminara la guerra y con él se fue la felicidad de mi tía Conchita.

No volvió a mirar a ningún otro hombre, hasta su muerte siguió enamorada de él, de su Juan del hombre que supo mirar más allá de su físico, que la quiso, la cuidó, la colmo de todo cuanto una mujer pudiera necesitar y le dio un hijo tan apuesto como él. Las dos hermanas y los dos primos vivieron la tragedia juntos y creo que  no hay nada que una más a las personas que el sufrimiento común,  porque los cuatro primero a los que yo me sumé después, supimos todos juntos afrontar la situación, superar la pena, volver a vivir con ilusión y ser felices formando una verdadera familia en la que el apoyo mutuo y el cariño, prevalecían por encima de todo.

La fábrica de aceitunas, con la muerte del tío Juan, quedó integramente en manos de su hermano y como suele pasar, desgraciadamente, los intereses económicos prevalecen casi siempre, por encima del amor y la honradez, por lo tanto a lo más que pudo aspirar la viuda que se negó rotundamente a pleitear, fue a una pequeña pensión económica, que mensualmente le aportaba su cuñado a regañadientes y con la que dificilmente se mantenían ella y su Juanito. De esta manera, con ese pequeño "regalo" no alcanzaba para alimentar cuatro bocas, así que la gerencia de la empresa, tuvo la "gentileza" de dar trabajo a mi madre y hermana, de esta manera se alimentaban todos y Juanito podía seguir estudiando, que era lo que su padre hubiera querido  para él."

Si a este capítulo he titulado "Bendita Post-guerra" es porque fueron años benditos para el protagonista y familia, años de bonanza, de felicidad, de prosperidad, en contra de lo que en grado superlativo, se estaba viviendo en la sociedad española en esos terribles años cuarenta, denominados como sabemos, "los años del hambre".

Cuando se enteró de las terribles circunstancias sobre la muerte y desaparición de su padre,  su rechazo a volver al pueblo era tan notorio, que comprendió que en aquellos momentos, no podía seguir con la búsqueda del cuerpo, no estaba preparado para ello y optó por derrochar toda su energía en volver a vivir normalmente, a trabajar, a cuidar y mantener a la familia. Creyó que era lo prioritario, sabía que aún regresando al pueblo y haciendo gestiones, indagando, nunca, al menos de momento, llegaría a saber dónde estaba, porque eran años de miedo, años en los que las "purgas, acusaciones gratuitas, difamaciones... estaban a la orden del día, y no se podía arriesgar a que lo acusaran de "rojo" porque entonces, la cárcel era lo que lo esperaba por muchos años y era consciente de lo mucho que la familia lo necesitaba. Aparte de todos estos argumentos de gran peso, estaba  su tío Florencio que seguía siendo Jefe de Falange en el pueblo y a la vista de lo sucedido, del poder acumulado en los años de guerra, no podía fiarse de su reacción y de las consecuencias que ésta, podrían tener sobre él, así que se resignó de momento a dar la búsqueda por finalizada, siempre, desde luego, prometiéndose a sí mismo, que llegaría el día en que lo encontraría y sus restos descansarían, !por fin! en paz, al lado de los de sus abuelos, en el cementerio del pueblo que lo había visto nacer.

 Iba y venía del pueblo a la capital, siempre esperanzado, siempre pensando  que ese sería el día en que encontraría un trabajo. Un trabajo con el que podría alquilar una habitación y traerse a Sevilla a su madre y a su Rosarito. Se le partía el alma cuando miraba las manos de ellas, enrojecidas, peladas, con las uñas enfermas y negras por el trabajo con las aceitunas, trabajo que las obligaba a tenerlas continuamente en contacto con el agua y la sosa caústica. La impaciencia lo consumía cuando las veía llegar con los pies hinchados, agotadas después de 10 y 12 horas de trabajo continuado, sin apenas tiempo para comer un bocadillo, cuando miraba a su hermana ya casi una mujer, sin tiempo para hacer amigas, para salir por el paseo y empezar a presumir.

Pero quiso Dios, o la suerte, o la casualidad, o su fe... bueno, vosotros, los que leeis este relato, podeis adjudicar el calificativo que mejor se adapte a vuestras creencias lo cierto es que después de un tiempo considerable, encontró lo que estaba buscando, de forma algo "particular" y me refuerzo en lo antes dicho, porque yo pienso que las casualidades no existen, que las cosas pasan por algo. Algo, una señal, un encuentro fortuito, una corazonada... y !zas! encuentras la punta del hilo de la madeja y una vez encontrada lo siguiente es muy sencillo, sólo hay que tirar de él y llegar al punto que estabas buscando, pues algo parecido le pasó.

"El primer día fui a buscar a mi tutor  a la persona que me enseño el oficio y me educó desde que era un niño, la persona que me prometió dejar el negocio en mis manos, a cambio de cariño y protección en su vejez, porque para él, al no tener hijos, no había nadie mejor  para continuar. No fue este el motivo de mi preocupación, mi preocupación era por encima de todo, la falta de noticias de ellos, durante los dos últimos años de la guerra, me temía lo peor, y ante este temor y el cariño que albergaba hacía ellos, mi preocupación era, simplemente, saber como se encontraban, lo demás hacía ya tiempo que lo había descartado. Al entrar en la calle, se me removió por dentro un cúmulo de sentimientos que hicieron tambalearme, las manos y las piernas me temblaban y el corazón palpitaba a una gran velocidad, !quedaba todo tan lejano! ¿fue todo tan bonito como ahora mismo lo recordaba? ¿o era la nostalgia que siempre nos hace ver los tiempos pasados, mejor de lo que fueron en su momento? muchas preguntas y pocas respuestas, lo que sí sabía, porque así lo sentía, es que aquellos años, aún estando lejos del pueblo, fueron si no del todo felices, sí  tranquilos y sobre todo llenos de ilusión por conseguir una vida mejor para mi y los míos.

Cuando entré por las puertas de la tienda, que continuaba abierta, se me cayó el mundo a los pies, !aquella no era mi tienda! estaba sucia, las balanzas que en su día brillaban, aparecían llenas de polvo, las estanterias  medio vacias  y mal colocadas, los botes de caramelos y bombones, tan bonitos, habían desaparecido y el mostrador de madera noble, que era el orgullo de D. Froilan y Dª Encarna, estaba ajado, resquebrajado, tosco y sin brillo. Detrás del mísmo, un hombre de mediana edad con cara de pocos amigos, atendía a una clienta. Me dí a conocer, porque nunca nos habíamos visto, le conté, le trasmití mi deseo de saber de los antiguos dueños, mi preocupación por lo que pudiera haberles ocurrido, me contestó, sin muchas ganas, que él era su sobrino político, que su tía murió mediado la guerra y ante la pena y depresión del tío, él tuvo que hacerse cargo del negocio, que su tío al año de quedar viudo, enfermó y ante la imposibilidad de atenderle como requería, lo ingresaron en el asilo de las Hermanas de la Caridad. Por imperativos del trabajo, hacía tiempo que no sabía nada de su estado, pero aunque le preocupaba, no podía hacer nada más. Salí de allí con lágrimas en los ojos, !que injusta e ingrata es a veces la vida! toda una vida de trabajo, de sacrificios para conseguir su sueño, para asegurarse una vejez digna, en paz, desahogada... y terminar sus días en un asilo de caridad, desaraigado de su casa, de su tienda, sólo, sin su compañera de toda la vida y sin nadie que lo quisiera y se preocupara por él... !maldita guerra! !Cuantas vidas destrozadas, cuantas injusticias, cuantas muertes....! ¿y... para qué y por qué?

Fui inmediatamente a visitarlo y nos abrazamos, lloramos juntos, recordamos tiempos mejores, unimos nuestras manos durante todo el  tiempo que duró la visita, no queríamos dejar de sentir el contacto mutuo. Me contó su sufrimiento por la muerte de Encarna, su sufrimiento por haberlo perdido todo en la vida, su sufrimiento por el rechazo del sobrino y por seguir viviendo sin vivir. No dejé de ir a verlo, al menos dos o tres veces al mes, siempre le llevaba alguna "chuchería" de las que le gustaban y cuando llegaba la Semana Santa, su gran pasión, me empapaba de las novedades cofradieras, de la Virgen que estrenaba manto, de las "potencias" nuevas que tal Señor de tal Hermandad llevaba etc, para después contárselas a él, le detallaba mi paso por las Iglesias el Domingo de Ramos, el olor de azahar que inundaba Sevilla, el recogimiento de la gente y la "piel de gallina" al paso del Gran Poder en la "madrugá"... y así pasábamos la tarde entera, siempre con las manos agarradas, atadas por lazos invisibles de cariño y agradecimiento mutuos. Las visitas, las charlas, las emociones, las risas, las lágrimas, el cariño... se prolongó hasta su muerte acaecida un par de años después. En una de esas visitas, ya de las últimas, el Sr, Froilan me dió un retrato antiguo, por la fecha sellada en el reverso, pude saber que se hizo en el año 32, la fotografía se veía un tanto amarillenta, estropeada, más bien se podía decir que manoseada, a saber la de veces que la cogería, la miraría y hasta la besaría, quiso que me la quedara en recuerdo de los años que pasé al lado de ellos. En ella, se podía ver al matrimonio,  los dos sonriendo tras el mostrador de la tienda, él con su baby beige, el lápiz descansando en la oreja y su brazo rodeando los hombros de su mujer, ella, dejándose abrazar con un delantal inmaculadamente blanco, su mano sobre los botes de caramelos de los que estaba tan orgullosa, y, casi fuera de la imagen, como escapando del objetivo de la cámara, un mozo de no más de 16 0 17 años, con un mandil atado a la cintura, reía como avergonzado y divertido por la situación. Ahí estaba yo, con mi cabeza todavía por entonces, cubierta de pelo, sacándole al momento que vivía, la "chispa" cómica, que tanto me gustaba. Lo guardé en mi cartera como una reliquia, el día que tuviera hijos,    pensé, les enseñaré como era su padre de mozuelo, y las personas que me enseñaron el oficio de tendero. Poco después el Sr. Froilán, falleció en el asilo.  Poca gente le acompañó en su último viaje, el sobrino, algunas clientas ya mayores y yo acompañado de mi madre y hermana. Cuando el sepulturero colocó la losa de mármol que sellaba el nicho, que en su día compró, al menos tuve la satisfacción de que nadie podría arrebatarle, aún estando muerto, el lugar dónde descansaba en paz junto a su querida mujer.

Y llegó el día que tuvo a mi lado a la suerte, o a la casualidad, o a la mano divina, según se mire. Siempre pasaba por las plazas de abastos, por las pequeñas tiendas que salpicaban el centro de la capital, por los grandes ultramarinos en busca de un puesto de dependiente, repetía el circuito, una y otra vez y lo agrandaba saliendo a extraradios, y vuelta a empezar... hasta que ese día, llegó, de la manera más rocambolesca e impensable y encontré el ansiado trabajo. Pasaba por las puertas de la plaza de abastos de la calle Feria, no era mi intención entrar porque el día anterior ya lo había hecho, pero cuando ya casi pasaba de largo, alguien gritó mi nombre y me volví, al pronto no lo reconocí, pero después pude darme cuenta, mientras alguien me  abrazaba efusivamente, que era uno de los muchos representantes de quesos y jamones que iban a la tienda de D. Froilan a ofrecer sus productos y con el que hice cierta amistad en aquella época, intercambiábamos bromas, chistes y discusiones de fútbol. Gracias a él, entré en el mercado, me encontraba tan a gusto charlando de lo que ambos habíamos vivido durante la guerra, que sin apenas darme cuenta, me encontré cargando jamones a su lado, jamones, cuyo destino final era la mejor charcutería que en mi vida había visto y de la que estaba enamorado desde la primera vez que puse los pies en la plaza de abastos. Hacía esquina a dos calles de la plaza, y aparecía cargada de los mejores productos del ramo: jamones colgados, quesos apilados de todo tipo, tiernos, duros, frescos, mantecosos, viejos, manchegos, de oveja, de cabra, salchichones, chorizos... en fin el sueño de un auténtico charcutero. El dueño cuando me vio aparecer, pues ya me conocía de sobra debido a las vueltas que por allí me daba, se apresuró a decirme que no tenia necesidad de emplear a nadie. Mi amigo el representante, me echó un cable, le comentó que el día que necesitara a alguien, que contara conmigo, que me conocía desde hacía años y casi había echado los dientes rodeado de quesos y teniendo por maestro a uno de los mejores tenderos que conocía, que me acogió de aprendiz cuando era un mozalbete llegado del pueblo. Quizás por quedar bien, quizás por interés, quizás porque tenía que pasar, quien sabe,  lo cierto es que me pidio le diera su nombre y dirección por si en un momento dado me necesitaba. Saqué la cartera, y al ver el retrato de mi  "jefe" que siempre la llevaba en ella, no perdí la ocasión de enseñársela  con el fin de que pudiera comprobar la veracidad de las palabras del representante y al mismo tiempo, pudiera ver en la medida que la fotografía permitiera, pues era pequeña y como dije antes, mal conservada, la tienda tan bonita de la que me sentía tan orgulloso El charcutero tomó el retrato en sus manos, la verdad con algo de desgana, comprendí que estaba algo cansado del tema y al momento algo avergonzado de mi proceder, extendí el brazo para que me la devolviera, pero cuando por pura cortesía clavo sus ojos en ella, y la miró detenidamente, quedó como paralizado, era como si por un momento, que tanto a mi amigo como a mí nos pareció eterno, se hubiera olvidado de lo que le rodeaba. Al mismo tiempo, su cara cambió de color, parecía un muerto mientras las manos que sujetaban el retrato, temblaban. Cuando levantó la mirada, clavó sus ojos en mí, diciéndome: Si quieres, mañana te espero aquí a las 7´00 h. empiezas a trabajar conmigo. No me lo podía creer, ¿que había pasado? ¿por qué ese cambio repentino?. Al día siguiente conocí la respuesta.




        

domingo, 8 de septiembre de 2013

Agradecimiento

!Hola! Antes de nada quiero agradecer a todos los que leeis este blog, en el que como sabeis intento plasmar mis recuerdos, vivencias, anécdotas..., vuestro seguimiento y me atrevería a decir también, vuestro  interés por lo que escribo. Gracias otra vez por el ánimo, por las palabras de apoyo y sobre todo y lo que más me llena, gracias por hacerme llegar que en algún momento de la lectura, os habeis emocionado con la historia, no hay nada mejor para el que escribe  que saber que los sentimientos que intentas trasmitir, de alguna manera, le llegan al lector.

Dicho ésto y después del paréntesis vacacional, comienzo, podríamos decir la segunda parte de "Mi héroe", que abarca desde el capítulo que a continuación podreis leer, titulado "Juntos" hasta la muerte del protagonista en el año 1.980.

Espero que esta segunda parte, os guste, en ella voy a intentar poner todo el sentimiento que la historia me produce, algo no muy difícil, porque es gran parte de mi vida y por ello inevitablemente al rememorarla, dichos sentimientos afloran con fuerza desde dentro de mi corazón.

Mi héroe - "Juntos"


" Después de vivir tres años  al borde del precipicio, sin futuro, sin proyectos, sin ilusiones... sólo vivir para sobrevivir dentro de una guerra sin sentido, de un medio hostil, lleno de sinsabores, regresar a la vida normal aunque parezca un sin sentido  es muy duro,  tienes que adaptar de golpe tu vida, tu cuerpo y tu alma a la nueva situación  con todo lo que ello implica. Vivir, trabajar,  luchar, pensar en un futuro, trasmitir sentimientos y recibirlos, no pensar en el pasado, en los amigos que dejas  atrás, en los que dejaron sus vidas.. y cuesta, cuesta muchísimo.

De golpe la vida da un giro de 360º y es difícil sujetarse a ella, corres el riesgo de dejarte arrastrar y terminar o aterrizar donde no debías y hay que sujetarse con toda la fuerza de que se disponga, con el corazón y con la cabeza para seguir en el camino correcto, para que en uno de sus vaivenes no pierdas el control.

Me enteré con todo detalle de la tragedia de mi padre y volví a hundirme, a llorar. a rebelarme ante tanta injusticia, a sentir unido a mi dolor la rabia y la impotencia que te corroe por dentro, que te hiere, que te mata, que te convierte en un ser sin ser, en un muñeco que se mueve por inercia y que actúa con despecho y odio, que te hace en cierta medida irracional... hasta que, si has sido fuerte, si te has agarrado bien a ese giro violento de la vida, sales triunfante. Ocurre como cuando subes a una noria, conforme vas subiendo, eres consciente de lo que se avecina y te vas preparando, te sujetas bien, te acomodas en el asiento, ríes de puro nervio... hasta que llegas al punto más alto, y, de repente, el bajón en el vacío y entonces todo se tambalea, las manos parecen convertirse en lapas pegadas a los barrotes, no ves nada, sólo sientes, sientes el vértigo que te arrastra, el cuerpo que se tensa, el corazón que te ahoga, la garganta que se seca incapaz de reprimir el grito de miedo que origina el aire contenido en los pulmones... pero llegas abajo, fin del trayecto y bajas del "cacharrito" tambaleándote, mareado, por unos momentos te cuesta adaptarte a tener los pies en el suelo y caminar, te parece que aún te balanceas, pero el pánico ha pasado, estás relajado, ríes e incluso te gustaría repetir la experiencia, has descargado en ese recorrido tanta adrenalina que te parece volar, pues más o menos algo parecido pasa cuando tu vida gira de forma tan violenta. Lo pasas muy mal, pero conforme el tiempo corre,  poco a poco, toda la rabia, el dolor, el odio  y la impotencia la vas dejando por el camino y de pronto un día te encuentras de nuevo riendo, con ganas de comerte el mundo, , haciendo planes y te sientes victorioso porque has llegado al final sin perder la batalla, te has sabido mantener aunque hubiera momentos en los que temiste lo peor y empiezas de esa manera, otra clase de vida adaptada a las nuevas circunstancias y  ya de antemano sabes o mejor deseas saber, que lo peor ya ha pasado".

De esta manera, mi héroe, me contaba su salida del oscuro túnel de esos tres años de su vida que siempre vivieron con él, porque las cicatrices que le quedaron ya no dolían, pero estaban ahí y con sus recuerdos, con su relato, era como sentirlas, como acariciarlas porque ni podía ni quería olvidarlas.

No pudo volver a pisar las calles de su pueblo, no pudo volver a oler la tierra que su padre trabajó, ni beber el agua fresca del arroyo, ni escuchar el silencio del castillo de las Aguzaderas, ni  charlar con los amigos de infancia, ni llevar flores a las tumbas de sus abuelos, ni bailar en la plaza con las mocitas, ni tantas y tantas cosas que antaño le hicieron vibrar de emoción y de alegría. Al principio, se lo impedía el odio, el odio hacia todo lo que había hecho posible el trágico desenlace, odiaba las cosas, la gente que volvió la espalda, la familia que no hizo nada pudiéndolo hacer, la falta de ayuda y caridad a su madre y hermana, solas ante el dolor y el hambre... Después, el odio se fue, dando paso al miedo, miedo a que los hermosos recuerdos de su vida se transformasen en rechazo y cambiara su perspectivas de ellos y no quería olvidar porque esos recuerdos eran su vida y al final cuando esos dos perniciosos sentimientos se alejaron, comprendió que en su pueblo ya no había nada que le atrajera,  nadie que lo llamara o que lo necesitara y prefirió guardar en su corazón como el mayor tesoro, los dorados recuerdos de su infancia.

"Cuando sentí los brazos de mi hermano rodeando mi cuerpo, acariciando mi pelo, sus ojos frente a los míos, sentí que desde ese momento ya nunca más volvería a sentirme sola, porque con su sola presencia llenaba el vacío de mi alma, era como si mi padre se fundiera con él para sellar  hasta el más pequeño rinconcito de soledad y de pena que me inundaba, y lloré riendo de felicidad mientras mis brazos también lo abrazaban.

Caminamos por las calles de Alcalá camino de la que había sido nuestra casa desde que la tía Conchita, nos acogió hacía casi tres años. Íbamos andando, mi hermano en el centro, orgulloso, cariñoso, un brazo sobre mis hombros, el otro sobre los de mi madre, nosotras agarrando con fuerza su cintura. Nos mirábamos y reíamos, nos acariciábamos... no salían las palabras, bastaba con sentir, sentir que estábamos juntos y que nunca nadie nos iba a volver a separar.

Y ya en el patio de la casa, sentados bajo la sombra de la parra, comimos juntos, allí delante de la mesa, nos reunimos lo que quedaba, mejor dicho lo que era mi familia, porque familiares habíamos dejado atrás muchos, pero a veces la sangre aún siendo la misma, no es sinónimo de amor o de ayuda, y se muestra esquiva e incluso diría que despiadada, y así lo demostraron, pero ya ni nos importaba, quedábamos pocos pero queriéndonos y ayudándonos sin límites. Mi tía Conchita y su hijo, el primo Juanito, tres años menos que yo,- su padre el marido de mi tía murió también en la guerra - y nosotros tres, pero fue un almuerzo inolvidable. Comimos un buen "sopeao" acompañado de un gran plato de  aceitunas "aliñás" que nos regalaban a los que trabajábamos en la fábrica, no hubo más, el dinero apenas daba, pero nos supo a gloria y allí sentados permanecimos hasta que el sol se fue poniendo. Hablamos y hablamos nos contamos todo lo que tuvimos que pasar en esos tres interminables años, lloramos juntos, nos abrazamos, y hasta reímos y así de la noche a la mañana, recuperé o recuperamos la risa, ese don tan preciado que Dios nos regaló. Y después de contar todo lo acontecido a mi padre, llegó el momento de explicar como sobrevivimos mi madre y yo. 


Mi madre se llevó días y días esperando la aparición de su hermano Florencio, su querídisimo hermano, aquel que tocaba el acordeón como los ángeles acompañando su voz, pero no apareció, quiero pensar que fue por vergüenza o remordimiento o miedo a la mirada, a la tristeza, a las palabras de ella, porque no entra en mi cabeza que se pueda llegar a ser tan cruel como para no ayudar a una hermana y sobrina deliberadamente, pero fuera lo que fuera, nunca apareció por las puertas. En cuanto a la familia paterna, a la que no culpo de nada, puede ser que el miedo a represalias al verlos con nosotras, los paralizaran unido además a que nunca hubo una relación familiar demasiado estrecha, y entre amigos y vecinos, la mayoría pasaban las mismas penurias que ellas y tiraban p'alante con mil fatigas.

Nunca nadie nos molestó, creo que fueron órdenes del tío Florencio, pero tampoco nadie nos ayudó y el vacío y la soledad que se siente parece ahogarte de dolor. Salíamos todos los días casi con el amanecer, sin una perra gorda en el bolsillo y provistas de una talega con un par de hogazas de pan y un trozo de tocino, últimos resquicios de la matanza del único cerdo que habíamos criado, enlutadas de los pies a la cabeza y andábamos por los caminos, camino de los pueblos cercanos, buscando, preguntando, informándonos de todo lo que pudiera darnos alguna luz, alguna señal, del paradero de mi padre, de las posibles fosas de enterramiento. Entrábamos en los cementerios en busca de señales, preguntábamos a los sepultureros, pero terminaba el día y volvíamos a recorrer los senderos de vuelta agotadas, con el corazón vacío y las esperanzas rotas. Así un día y otro y otro, hasta que llegó el momento en que no teníamos ningún sitio nuevo dónde ir, los pies destrozados, el cuerpo famélico y el espíritu apagado y sin ni siquiera comentarlo, una mañana no  nos levantamos, no podíamos hacer más y dimos la búsqueda por finalizada.

Cuando se acabaron las pocas provisiones que teníamos en la casa, fuimos verdaderamente conscientes de que no teníamos ni para comer y pasamos hambre, mucha hambre. Nos íbamos al campo a buscar algo que llevarnos a la boca: una raíz comestible, un palmito, algún higo chumbo de las chumberas de los caminos cuyas espinas se clavaban en los dedos y en las manos ensangrentándolas, con suerte alguna tagasnina o unos espárragos silvestres... era lo único a lo que podíamos acceder, porque todo nos estaba vetado. Mi madre recorrió todo el pueblo en busca de algún trabajo: limpiar, planchar, cocinar, salir al campo, pero no consiguió nada, parecía una maldición del cielo, o de los hombres mejor, pero nadie se atrevía a echarnos una mano, el miedo lo impedía y mi madre se negaba a pedir ayuda a su hermano, decía que antes prefería morir de hambre y ni un pedazo de pan duro que viniera de sus manos lo aceptaría.

Viendo que la situación empeoraba con el paso de los días, que la piel sobre los huesos era lo que nos iba quedando, que yo era incapaz ya de levantarme de la cama y a ella se le agotaban las fuerzas para salir a buscar alimentos, supo que tenía que hacer algo sin demora, para salir de la tremenda situación y escribió a su hermana Conchita, que vivía en Alcalá, contándole la situación y suplicándole ayuda.

La contestación no se hizo esperar.