" A la tía Conchita le faltó tiempo para enviar a buscar a mi madre y a mi hermana. Bendita tía Conchita, querida tía Conchita, la bienhechora, la que no dudó ni un momento en abrir los brazos y las puertas de su casa para cobijar a su hermana y sobrina.
Para mi era casi desconocida, pero con el tiempo aprendí a quererla como a una madre, hubiera sido imposible no hacerlo. Fueron varios factores los que se rodearon para que así fuera, por un lado, al ser la más pequeña de los hijos de mis abuelos maternos y el haber estado un tanto relegada por mi madre en sus preferencias, porque que sólo tenía "ojitos" para su hermano Florencio y la diferencia de edad entre ambas (9 0 10 años), junto a mi salida del pueblo siendo todavía casi un niño, hicieron que mi trato con ella fuera escaso, no podía imaginar en aquellos tiempos de bonanza y tranquilidad, que aquella tía con cara de bonachona, que parecía estar siempre en las nubes, poco agraciada, que nació con un ojo "seco", que lo único que heredó de la familia, fue la risa casi perpetua y la simpatía, porque ni tenía el hermoso pelo rizado, ni los enormes ojos negros, ni la nariz pequeña que era el común denominador de los demás miembros de la familia, llegaría a ser una pieza tan importante en nuestras vidas. Conforme fue creciendo su falta de atractivo físico se fue haciendo más y más evidente, pero a la vez inversamente proporcional a ésto, en su interior crecía lleno de luz, un corazón repleto de amor a los demás y fue casi con toda seguridad esa belleza interior, junto a su eterna alegría, la que, en contra de lo que todos pensaban, enamoró al hombre que se convirtió en poco tiempo en su marido ante el asombro de propios y extraños.
El no era oriundo del pueblo, pertenecía a una familia de Alcala de Guadaira dedicada a la industria aceitunera, era dueño de una de las muchas pequeñas fábricas que en aquellos tiempos se prodigaban en dicho pueblo. Con ésto pretendo decir, que sin ser rico, si que vivía con comodidad y holgura. Allí vivió los primeros años como una reina, porque a él todo le parecía poco para ella y cuando quedó embarazada y alumbró un varón fuerte y grande como el padre y con los ojos y el pelo negro y rizado como la familia de la madre, la felicidad fue inmensa,era el primo Juanito que heredó como casi toda la familia, la alegría, el buen humor y la risa como rasgo más destacado de su personalidad.
Cuando estalló la guerra civil, su marido también fue llamado a las filas nacionales, y como muchos tuvo que partir en contra de su voluntad y de sus ideas políticas. Marchó con la tranquilidad de que la pequeña empresa seguiría regentada por su hermano hasta su regreso y que a su mujer e hijo, no le faltaría para vivir mientras él estuviera fuera. Pero no volvió, una bala perdida lo mató en plena batalla, cuando quedaba ya poco para que terminara la guerra y con él se fue la felicidad de mi tía Conchita.
No volvió a mirar a ningún otro hombre, hasta su muerte siguió enamorada de él, de su Juan del hombre que supo mirar más allá de su físico, que la quiso, la cuidó, la colmo de todo cuanto una mujer pudiera necesitar y le dio un hijo tan apuesto como él. Las dos hermanas y los dos primos vivieron la tragedia juntos y creo que no hay nada que una más a las personas que el sufrimiento común, porque los cuatro primero a los que yo me sumé después, supimos todos juntos afrontar la situación, superar la pena, volver a vivir con ilusión y ser felices formando una verdadera familia en la que el apoyo mutuo y el cariño, prevalecían por encima de todo.
La fábrica de aceitunas, con la muerte del tío Juan, quedó integramente en manos de su hermano y como suele pasar, desgraciadamente, los intereses económicos prevalecen casi siempre, por encima del amor y la honradez, por lo tanto a lo más que pudo aspirar la viuda que se negó rotundamente a pleitear, fue a una pequeña pensión económica, que mensualmente le aportaba su cuñado a regañadientes y con la que dificilmente se mantenían ella y su Juanito. De esta manera, con ese pequeño "regalo" no alcanzaba para alimentar cuatro bocas, así que la gerencia de la empresa, tuvo la "gentileza" de dar trabajo a mi madre y hermana, de esta manera se alimentaban todos y Juanito podía seguir estudiando, que era lo que su padre hubiera querido para él."
Si a este capítulo he titulado "Bendita Post-guerra" es porque fueron años benditos para el protagonista y familia, años de bonanza, de felicidad, de prosperidad, en contra de lo que en grado superlativo, se estaba viviendo en la sociedad española en esos terribles años cuarenta, denominados como sabemos, "los años del hambre".
Cuando se enteró de las terribles circunstancias sobre la muerte y desaparición de su padre, su rechazo a volver al pueblo era tan notorio, que comprendió que en aquellos momentos, no podía seguir con la búsqueda del cuerpo, no estaba preparado para ello y optó por derrochar toda su energía en volver a vivir normalmente, a trabajar, a cuidar y mantener a la familia. Creyó que era lo prioritario, sabía que aún regresando al pueblo y haciendo gestiones, indagando, nunca, al menos de momento, llegaría a saber dónde estaba, porque eran años de miedo, años en los que las "purgas, acusaciones gratuitas, difamaciones... estaban a la orden del día, y no se podía arriesgar a que lo acusaran de "rojo" porque entonces, la cárcel era lo que lo esperaba por muchos años y era consciente de lo mucho que la familia lo necesitaba. Aparte de todos estos argumentos de gran peso, estaba su tío Florencio que seguía siendo Jefe de Falange en el pueblo y a la vista de lo sucedido, del poder acumulado en los años de guerra, no podía fiarse de su reacción y de las consecuencias que ésta, podrían tener sobre él, así que se resignó de momento a dar la búsqueda por finalizada, siempre, desde luego, prometiéndose a sí mismo, que llegaría el día en que lo encontraría y sus restos descansarían, !por fin! en paz, al lado de los de sus abuelos, en el cementerio del pueblo que lo había visto nacer.
Iba y venía del pueblo a la capital, siempre esperanzado, siempre pensando que ese sería el día en que encontraría un trabajo. Un trabajo con el que podría alquilar una habitación y traerse a Sevilla a su madre y a su Rosarito. Se le partía el alma cuando miraba las manos de ellas, enrojecidas, peladas, con las uñas enfermas y negras por el trabajo con las aceitunas, trabajo que las obligaba a tenerlas continuamente en contacto con el agua y la sosa caústica. La impaciencia lo consumía cuando las veía llegar con los pies hinchados, agotadas después de 10 y 12 horas de trabajo continuado, sin apenas tiempo para comer un bocadillo, cuando miraba a su hermana ya casi una mujer, sin tiempo para hacer amigas, para salir por el paseo y empezar a presumir.
Pero quiso Dios, o la suerte, o la casualidad, o su fe... bueno, vosotros, los que leeis este relato, podeis adjudicar el calificativo que mejor se adapte a vuestras creencias lo cierto es que después de un tiempo considerable, encontró lo que estaba buscando, de forma algo "particular" y me refuerzo en lo antes dicho, porque yo pienso que las casualidades no existen, que las cosas pasan por algo. Algo, una señal, un encuentro fortuito, una corazonada... y !zas! encuentras la punta del hilo de la madeja y una vez encontrada lo siguiente es muy sencillo, sólo hay que tirar de él y llegar al punto que estabas buscando, pues algo parecido le pasó.
"El primer día fui a buscar a mi tutor a la persona que me enseño el oficio y me educó desde que era un niño, la persona que me prometió dejar el negocio en mis manos, a cambio de cariño y protección en su vejez, porque para él, al no tener hijos, no había nadie mejor para continuar. No fue este el motivo de mi preocupación, mi preocupación era por encima de todo, la falta de noticias de ellos, durante los dos últimos años de la guerra, me temía lo peor, y ante este temor y el cariño que albergaba hacía ellos, mi preocupación era, simplemente, saber como se encontraban, lo demás hacía ya tiempo que lo había descartado. Al entrar en la calle, se me removió por dentro un cúmulo de sentimientos que hicieron tambalearme, las manos y las piernas me temblaban y el corazón palpitaba a una gran velocidad, !quedaba todo tan lejano! ¿fue todo tan bonito como ahora mismo lo recordaba? ¿o era la nostalgia que siempre nos hace ver los tiempos pasados, mejor de lo que fueron en su momento? muchas preguntas y pocas respuestas, lo que sí sabía, porque así lo sentía, es que aquellos años, aún estando lejos del pueblo, fueron si no del todo felices, sí tranquilos y sobre todo llenos de ilusión por conseguir una vida mejor para mi y los míos.
Cuando entré por las puertas de la tienda, que continuaba abierta, se me cayó el mundo a los pies, !aquella no era mi tienda! estaba sucia, las balanzas que en su día brillaban, aparecían llenas de polvo, las estanterias medio vacias y mal colocadas, los botes de caramelos y bombones, tan bonitos, habían desaparecido y el mostrador de madera noble, que era el orgullo de D. Froilan y Dª Encarna, estaba ajado, resquebrajado, tosco y sin brillo. Detrás del mísmo, un hombre de mediana edad con cara de pocos amigos, atendía a una clienta. Me dí a conocer, porque nunca nos habíamos visto, le conté, le trasmití mi deseo de saber de los antiguos dueños, mi preocupación por lo que pudiera haberles ocurrido, me contestó, sin muchas ganas, que él era su sobrino político, que su tía murió mediado la guerra y ante la pena y depresión del tío, él tuvo que hacerse cargo del negocio, que su tío al año de quedar viudo, enfermó y ante la imposibilidad de atenderle como requería, lo ingresaron en el asilo de las Hermanas de la Caridad. Por imperativos del trabajo, hacía tiempo que no sabía nada de su estado, pero aunque le preocupaba, no podía hacer nada más. Salí de allí con lágrimas en los ojos, !que injusta e ingrata es a veces la vida! toda una vida de trabajo, de sacrificios para conseguir su sueño, para asegurarse una vejez digna, en paz, desahogada... y terminar sus días en un asilo de caridad, desaraigado de su casa, de su tienda, sólo, sin su compañera de toda la vida y sin nadie que lo quisiera y se preocupara por él... !maldita guerra! !Cuantas vidas destrozadas, cuantas injusticias, cuantas muertes....! ¿y... para qué y por qué?
Fui inmediatamente a visitarlo y nos abrazamos, lloramos juntos, recordamos tiempos mejores, unimos nuestras manos durante todo el tiempo que duró la visita, no queríamos dejar de sentir el contacto mutuo. Me contó su sufrimiento por la muerte de Encarna, su sufrimiento por haberlo perdido todo en la vida, su sufrimiento por el rechazo del sobrino y por seguir viviendo sin vivir. No dejé de ir a verlo, al menos dos o tres veces al mes, siempre le llevaba alguna "chuchería" de las que le gustaban y cuando llegaba la Semana Santa, su gran pasión, me empapaba de las novedades cofradieras, de la Virgen que estrenaba manto, de las "potencias" nuevas que tal Señor de tal Hermandad llevaba etc, para después contárselas a él, le detallaba mi paso por las Iglesias el Domingo de Ramos, el olor de azahar que inundaba Sevilla, el recogimiento de la gente y la "piel de gallina" al paso del Gran Poder en la "madrugá"... y así pasábamos la tarde entera, siempre con las manos agarradas, atadas por lazos invisibles de cariño y agradecimiento mutuos. Las visitas, las charlas, las emociones, las risas, las lágrimas, el cariño... se prolongó hasta su muerte acaecida un par de años después. En una de esas visitas, ya de las últimas, el Sr, Froilan me dió un retrato antiguo, por la fecha sellada en el reverso, pude saber que se hizo en el año 32, la fotografía se veía un tanto amarillenta, estropeada, más bien se podía decir que manoseada, a saber la de veces que la cogería, la miraría y hasta la besaría, quiso que me la quedara en recuerdo de los años que pasé al lado de ellos. En ella, se podía ver al matrimonio, los dos sonriendo tras el mostrador de la tienda, él con su baby beige, el lápiz descansando en la oreja y su brazo rodeando los hombros de su mujer, ella, dejándose abrazar con un delantal inmaculadamente blanco, su mano sobre los botes de caramelos de los que estaba tan orgullosa, y, casi fuera de la imagen, como escapando del objetivo de la cámara, un mozo de no más de 16 0 17 años, con un mandil atado a la cintura, reía como avergonzado y divertido por la situación. Ahí estaba yo, con mi cabeza todavía por entonces, cubierta de pelo, sacándole al momento que vivía, la "chispa" cómica, que tanto me gustaba. Lo guardé en mi cartera como una reliquia, el día que tuviera hijos, pensé, les enseñaré como era su padre de mozuelo, y las personas que me enseñaron el oficio de tendero. Poco después el Sr. Froilán, falleció en el asilo. Poca gente le acompañó en su último viaje, el sobrino, algunas clientas ya mayores y yo acompañado de mi madre y hermana. Cuando el sepulturero colocó la losa de mármol que sellaba el nicho, que en su día compró, al menos tuve la satisfacción de que nadie podría arrebatarle, aún estando muerto, el lugar dónde descansaba en paz junto a su querida mujer.
Y llegó el día que tuvo a mi lado a la suerte, o a la casualidad, o a la mano divina, según se mire. Siempre pasaba por las plazas de abastos, por las pequeñas tiendas que salpicaban el centro de la capital, por los grandes ultramarinos en busca de un puesto de dependiente, repetía el circuito, una y otra vez y lo agrandaba saliendo a extraradios, y vuelta a empezar... hasta que ese día, llegó, de la manera más rocambolesca e impensable y encontré el ansiado trabajo. Pasaba por las puertas de la plaza de abastos de la calle Feria, no era mi intención entrar porque el día anterior ya lo había hecho, pero cuando ya casi pasaba de largo, alguien gritó mi nombre y me volví, al pronto no lo reconocí, pero después pude darme cuenta, mientras alguien me abrazaba efusivamente, que era uno de los muchos representantes de quesos y jamones que iban a la tienda de D. Froilan a ofrecer sus productos y con el que hice cierta amistad en aquella época, intercambiábamos bromas, chistes y discusiones de fútbol. Gracias a él, entré en el mercado, me encontraba tan a gusto charlando de lo que ambos habíamos vivido durante la guerra, que sin apenas darme cuenta, me encontré cargando jamones a su lado, jamones, cuyo destino final era la mejor charcutería que en mi vida había visto y de la que estaba enamorado desde la primera vez que puse los pies en la plaza de abastos. Hacía esquina a dos calles de la plaza, y aparecía cargada de los mejores productos del ramo: jamones colgados, quesos apilados de todo tipo, tiernos, duros, frescos, mantecosos, viejos, manchegos, de oveja, de cabra, salchichones, chorizos... en fin el sueño de un auténtico charcutero. El dueño cuando me vio aparecer, pues ya me conocía de sobra debido a las vueltas que por allí me daba, se apresuró a decirme que no tenia necesidad de emplear a nadie. Mi amigo el representante, me echó un cable, le comentó que el día que necesitara a alguien, que contara conmigo, que me conocía desde hacía años y casi había echado los dientes rodeado de quesos y teniendo por maestro a uno de los mejores tenderos que conocía, que me acogió de aprendiz cuando era un mozalbete llegado del pueblo. Quizás por quedar bien, quizás por interés, quizás porque tenía que pasar, quien sabe, lo cierto es que me pidio le diera su nombre y dirección por si en un momento dado me necesitaba. Saqué la cartera, y al ver el retrato de mi "jefe" que siempre la llevaba en ella, no perdí la ocasión de enseñársela con el fin de que pudiera comprobar la veracidad de las palabras del representante y al mismo tiempo, pudiera ver en la medida que la fotografía permitiera, pues era pequeña y como dije antes, mal conservada, la tienda tan bonita de la que me sentía tan orgulloso El charcutero tomó el retrato en sus manos, la verdad con algo de desgana, comprendí que estaba algo cansado del tema y al momento algo avergonzado de mi proceder, extendí el brazo para que me la devolviera, pero cuando por pura cortesía clavo sus ojos en ella, y la miró detenidamente, quedó como paralizado, era como si por un momento, que tanto a mi amigo como a mí nos pareció eterno, se hubiera olvidado de lo que le rodeaba. Al mismo tiempo, su cara cambió de color, parecía un muerto mientras las manos que sujetaban el retrato, temblaban. Cuando levantó la mirada, clavó sus ojos en mí, diciéndome: Si quieres, mañana te espero aquí a las 7´00 h. empiezas a trabajar conmigo. No me lo podía creer, ¿que había pasado? ¿por qué ese cambio repentino?. Al día siguiente conocí la respuesta.
Cuando estalló la guerra civil, su marido también fue llamado a las filas nacionales, y como muchos tuvo que partir en contra de su voluntad y de sus ideas políticas. Marchó con la tranquilidad de que la pequeña empresa seguiría regentada por su hermano hasta su regreso y que a su mujer e hijo, no le faltaría para vivir mientras él estuviera fuera. Pero no volvió, una bala perdida lo mató en plena batalla, cuando quedaba ya poco para que terminara la guerra y con él se fue la felicidad de mi tía Conchita.
No volvió a mirar a ningún otro hombre, hasta su muerte siguió enamorada de él, de su Juan del hombre que supo mirar más allá de su físico, que la quiso, la cuidó, la colmo de todo cuanto una mujer pudiera necesitar y le dio un hijo tan apuesto como él. Las dos hermanas y los dos primos vivieron la tragedia juntos y creo que no hay nada que una más a las personas que el sufrimiento común, porque los cuatro primero a los que yo me sumé después, supimos todos juntos afrontar la situación, superar la pena, volver a vivir con ilusión y ser felices formando una verdadera familia en la que el apoyo mutuo y el cariño, prevalecían por encima de todo.
La fábrica de aceitunas, con la muerte del tío Juan, quedó integramente en manos de su hermano y como suele pasar, desgraciadamente, los intereses económicos prevalecen casi siempre, por encima del amor y la honradez, por lo tanto a lo más que pudo aspirar la viuda que se negó rotundamente a pleitear, fue a una pequeña pensión económica, que mensualmente le aportaba su cuñado a regañadientes y con la que dificilmente se mantenían ella y su Juanito. De esta manera, con ese pequeño "regalo" no alcanzaba para alimentar cuatro bocas, así que la gerencia de la empresa, tuvo la "gentileza" de dar trabajo a mi madre y hermana, de esta manera se alimentaban todos y Juanito podía seguir estudiando, que era lo que su padre hubiera querido para él."
Si a este capítulo he titulado "Bendita Post-guerra" es porque fueron años benditos para el protagonista y familia, años de bonanza, de felicidad, de prosperidad, en contra de lo que en grado superlativo, se estaba viviendo en la sociedad española en esos terribles años cuarenta, denominados como sabemos, "los años del hambre".
Cuando se enteró de las terribles circunstancias sobre la muerte y desaparición de su padre, su rechazo a volver al pueblo era tan notorio, que comprendió que en aquellos momentos, no podía seguir con la búsqueda del cuerpo, no estaba preparado para ello y optó por derrochar toda su energía en volver a vivir normalmente, a trabajar, a cuidar y mantener a la familia. Creyó que era lo prioritario, sabía que aún regresando al pueblo y haciendo gestiones, indagando, nunca, al menos de momento, llegaría a saber dónde estaba, porque eran años de miedo, años en los que las "purgas, acusaciones gratuitas, difamaciones... estaban a la orden del día, y no se podía arriesgar a que lo acusaran de "rojo" porque entonces, la cárcel era lo que lo esperaba por muchos años y era consciente de lo mucho que la familia lo necesitaba. Aparte de todos estos argumentos de gran peso, estaba su tío Florencio que seguía siendo Jefe de Falange en el pueblo y a la vista de lo sucedido, del poder acumulado en los años de guerra, no podía fiarse de su reacción y de las consecuencias que ésta, podrían tener sobre él, así que se resignó de momento a dar la búsqueda por finalizada, siempre, desde luego, prometiéndose a sí mismo, que llegaría el día en que lo encontraría y sus restos descansarían, !por fin! en paz, al lado de los de sus abuelos, en el cementerio del pueblo que lo había visto nacer.
Iba y venía del pueblo a la capital, siempre esperanzado, siempre pensando que ese sería el día en que encontraría un trabajo. Un trabajo con el que podría alquilar una habitación y traerse a Sevilla a su madre y a su Rosarito. Se le partía el alma cuando miraba las manos de ellas, enrojecidas, peladas, con las uñas enfermas y negras por el trabajo con las aceitunas, trabajo que las obligaba a tenerlas continuamente en contacto con el agua y la sosa caústica. La impaciencia lo consumía cuando las veía llegar con los pies hinchados, agotadas después de 10 y 12 horas de trabajo continuado, sin apenas tiempo para comer un bocadillo, cuando miraba a su hermana ya casi una mujer, sin tiempo para hacer amigas, para salir por el paseo y empezar a presumir.
Pero quiso Dios, o la suerte, o la casualidad, o su fe... bueno, vosotros, los que leeis este relato, podeis adjudicar el calificativo que mejor se adapte a vuestras creencias lo cierto es que después de un tiempo considerable, encontró lo que estaba buscando, de forma algo "particular" y me refuerzo en lo antes dicho, porque yo pienso que las casualidades no existen, que las cosas pasan por algo. Algo, una señal, un encuentro fortuito, una corazonada... y !zas! encuentras la punta del hilo de la madeja y una vez encontrada lo siguiente es muy sencillo, sólo hay que tirar de él y llegar al punto que estabas buscando, pues algo parecido le pasó.
"El primer día fui a buscar a mi tutor a la persona que me enseño el oficio y me educó desde que era un niño, la persona que me prometió dejar el negocio en mis manos, a cambio de cariño y protección en su vejez, porque para él, al no tener hijos, no había nadie mejor para continuar. No fue este el motivo de mi preocupación, mi preocupación era por encima de todo, la falta de noticias de ellos, durante los dos últimos años de la guerra, me temía lo peor, y ante este temor y el cariño que albergaba hacía ellos, mi preocupación era, simplemente, saber como se encontraban, lo demás hacía ya tiempo que lo había descartado. Al entrar en la calle, se me removió por dentro un cúmulo de sentimientos que hicieron tambalearme, las manos y las piernas me temblaban y el corazón palpitaba a una gran velocidad, !quedaba todo tan lejano! ¿fue todo tan bonito como ahora mismo lo recordaba? ¿o era la nostalgia que siempre nos hace ver los tiempos pasados, mejor de lo que fueron en su momento? muchas preguntas y pocas respuestas, lo que sí sabía, porque así lo sentía, es que aquellos años, aún estando lejos del pueblo, fueron si no del todo felices, sí tranquilos y sobre todo llenos de ilusión por conseguir una vida mejor para mi y los míos.
Cuando entré por las puertas de la tienda, que continuaba abierta, se me cayó el mundo a los pies, !aquella no era mi tienda! estaba sucia, las balanzas que en su día brillaban, aparecían llenas de polvo, las estanterias medio vacias y mal colocadas, los botes de caramelos y bombones, tan bonitos, habían desaparecido y el mostrador de madera noble, que era el orgullo de D. Froilan y Dª Encarna, estaba ajado, resquebrajado, tosco y sin brillo. Detrás del mísmo, un hombre de mediana edad con cara de pocos amigos, atendía a una clienta. Me dí a conocer, porque nunca nos habíamos visto, le conté, le trasmití mi deseo de saber de los antiguos dueños, mi preocupación por lo que pudiera haberles ocurrido, me contestó, sin muchas ganas, que él era su sobrino político, que su tía murió mediado la guerra y ante la pena y depresión del tío, él tuvo que hacerse cargo del negocio, que su tío al año de quedar viudo, enfermó y ante la imposibilidad de atenderle como requería, lo ingresaron en el asilo de las Hermanas de la Caridad. Por imperativos del trabajo, hacía tiempo que no sabía nada de su estado, pero aunque le preocupaba, no podía hacer nada más. Salí de allí con lágrimas en los ojos, !que injusta e ingrata es a veces la vida! toda una vida de trabajo, de sacrificios para conseguir su sueño, para asegurarse una vejez digna, en paz, desahogada... y terminar sus días en un asilo de caridad, desaraigado de su casa, de su tienda, sólo, sin su compañera de toda la vida y sin nadie que lo quisiera y se preocupara por él... !maldita guerra! !Cuantas vidas destrozadas, cuantas injusticias, cuantas muertes....! ¿y... para qué y por qué?
Fui inmediatamente a visitarlo y nos abrazamos, lloramos juntos, recordamos tiempos mejores, unimos nuestras manos durante todo el tiempo que duró la visita, no queríamos dejar de sentir el contacto mutuo. Me contó su sufrimiento por la muerte de Encarna, su sufrimiento por haberlo perdido todo en la vida, su sufrimiento por el rechazo del sobrino y por seguir viviendo sin vivir. No dejé de ir a verlo, al menos dos o tres veces al mes, siempre le llevaba alguna "chuchería" de las que le gustaban y cuando llegaba la Semana Santa, su gran pasión, me empapaba de las novedades cofradieras, de la Virgen que estrenaba manto, de las "potencias" nuevas que tal Señor de tal Hermandad llevaba etc, para después contárselas a él, le detallaba mi paso por las Iglesias el Domingo de Ramos, el olor de azahar que inundaba Sevilla, el recogimiento de la gente y la "piel de gallina" al paso del Gran Poder en la "madrugá"... y así pasábamos la tarde entera, siempre con las manos agarradas, atadas por lazos invisibles de cariño y agradecimiento mutuos. Las visitas, las charlas, las emociones, las risas, las lágrimas, el cariño... se prolongó hasta su muerte acaecida un par de años después. En una de esas visitas, ya de las últimas, el Sr, Froilan me dió un retrato antiguo, por la fecha sellada en el reverso, pude saber que se hizo en el año 32, la fotografía se veía un tanto amarillenta, estropeada, más bien se podía decir que manoseada, a saber la de veces que la cogería, la miraría y hasta la besaría, quiso que me la quedara en recuerdo de los años que pasé al lado de ellos. En ella, se podía ver al matrimonio, los dos sonriendo tras el mostrador de la tienda, él con su baby beige, el lápiz descansando en la oreja y su brazo rodeando los hombros de su mujer, ella, dejándose abrazar con un delantal inmaculadamente blanco, su mano sobre los botes de caramelos de los que estaba tan orgullosa, y, casi fuera de la imagen, como escapando del objetivo de la cámara, un mozo de no más de 16 0 17 años, con un mandil atado a la cintura, reía como avergonzado y divertido por la situación. Ahí estaba yo, con mi cabeza todavía por entonces, cubierta de pelo, sacándole al momento que vivía, la "chispa" cómica, que tanto me gustaba. Lo guardé en mi cartera como una reliquia, el día que tuviera hijos, pensé, les enseñaré como era su padre de mozuelo, y las personas que me enseñaron el oficio de tendero. Poco después el Sr. Froilán, falleció en el asilo. Poca gente le acompañó en su último viaje, el sobrino, algunas clientas ya mayores y yo acompañado de mi madre y hermana. Cuando el sepulturero colocó la losa de mármol que sellaba el nicho, que en su día compró, al menos tuve la satisfacción de que nadie podría arrebatarle, aún estando muerto, el lugar dónde descansaba en paz junto a su querida mujer.
Y llegó el día que tuvo a mi lado a la suerte, o a la casualidad, o a la mano divina, según se mire. Siempre pasaba por las plazas de abastos, por las pequeñas tiendas que salpicaban el centro de la capital, por los grandes ultramarinos en busca de un puesto de dependiente, repetía el circuito, una y otra vez y lo agrandaba saliendo a extraradios, y vuelta a empezar... hasta que ese día, llegó, de la manera más rocambolesca e impensable y encontré el ansiado trabajo. Pasaba por las puertas de la plaza de abastos de la calle Feria, no era mi intención entrar porque el día anterior ya lo había hecho, pero cuando ya casi pasaba de largo, alguien gritó mi nombre y me volví, al pronto no lo reconocí, pero después pude darme cuenta, mientras alguien me abrazaba efusivamente, que era uno de los muchos representantes de quesos y jamones que iban a la tienda de D. Froilan a ofrecer sus productos y con el que hice cierta amistad en aquella época, intercambiábamos bromas, chistes y discusiones de fútbol. Gracias a él, entré en el mercado, me encontraba tan a gusto charlando de lo que ambos habíamos vivido durante la guerra, que sin apenas darme cuenta, me encontré cargando jamones a su lado, jamones, cuyo destino final era la mejor charcutería que en mi vida había visto y de la que estaba enamorado desde la primera vez que puse los pies en la plaza de abastos. Hacía esquina a dos calles de la plaza, y aparecía cargada de los mejores productos del ramo: jamones colgados, quesos apilados de todo tipo, tiernos, duros, frescos, mantecosos, viejos, manchegos, de oveja, de cabra, salchichones, chorizos... en fin el sueño de un auténtico charcutero. El dueño cuando me vio aparecer, pues ya me conocía de sobra debido a las vueltas que por allí me daba, se apresuró a decirme que no tenia necesidad de emplear a nadie. Mi amigo el representante, me echó un cable, le comentó que el día que necesitara a alguien, que contara conmigo, que me conocía desde hacía años y casi había echado los dientes rodeado de quesos y teniendo por maestro a uno de los mejores tenderos que conocía, que me acogió de aprendiz cuando era un mozalbete llegado del pueblo. Quizás por quedar bien, quizás por interés, quizás porque tenía que pasar, quien sabe, lo cierto es que me pidio le diera su nombre y dirección por si en un momento dado me necesitaba. Saqué la cartera, y al ver el retrato de mi "jefe" que siempre la llevaba en ella, no perdí la ocasión de enseñársela con el fin de que pudiera comprobar la veracidad de las palabras del representante y al mismo tiempo, pudiera ver en la medida que la fotografía permitiera, pues era pequeña y como dije antes, mal conservada, la tienda tan bonita de la que me sentía tan orgulloso El charcutero tomó el retrato en sus manos, la verdad con algo de desgana, comprendí que estaba algo cansado del tema y al momento algo avergonzado de mi proceder, extendí el brazo para que me la devolviera, pero cuando por pura cortesía clavo sus ojos en ella, y la miró detenidamente, quedó como paralizado, era como si por un momento, que tanto a mi amigo como a mí nos pareció eterno, se hubiera olvidado de lo que le rodeaba. Al mismo tiempo, su cara cambió de color, parecía un muerto mientras las manos que sujetaban el retrato, temblaban. Cuando levantó la mirada, clavó sus ojos en mí, diciéndome: Si quieres, mañana te espero aquí a las 7´00 h. empiezas a trabajar conmigo. No me lo podía creer, ¿que había pasado? ¿por qué ese cambio repentino?. Al día siguiente conocí la respuesta.