sábado, 25 de febrero de 2012

LIBERTAD


Nadie supo nunca cómo llegó al barrio. Unos decían que se había perdido, otros que fue abandonado, que se escapó de su casa... la realidad nunca la conoceremos, sólo él podía saber cómo habia sido su vida anterior y, obviamente nunca lo dijo, si había sido querido o maltratado, si había gozado o había sufrido. Sus ojos color avellana grandes y redondeados tenían un halo de tristeza y conformidad que, cuando se le miraba, era muy difícil no dejarse atrapar por la ternura y la compasión hacia él.

Poco a poco, día a día se fue convirtiendo en un elemento inconfundible e imprescindible del paisaje del barrio, sin el que parecía no estar completo. Se irguió en guardián de nuestro pequeño mundo cotidiano: por las mañanas paseaba orgulloso por la pasarela que limita con las pistas de tenis camino de la galería comercial, esquivando con gracia el agua de los múltiples aspersores que regaban los jardines. Por las tardes se le podía ver en el parquecito sentado junto a cualquier banco, como si de una mamá se tratara vigilando las carreras y los juegos de la chavalería, en verano se tumbaba bajo la sombra del árbol grande junto a las pistas, retozando en el cesped como un niño y en invierno se guarecía bajo los soportales, del frío y la lluvia, cuando ya chorreaba agua por los cuatro costados, porque su sentido del deber lo llevaban a no interrumpir su ronda alrededor del barrio, sus paradas en los comercios de la galería y sus carreras tras el dichoso mirlo negro, que picoteaba en sus aterrizajes sobre el asfalto y al que nunca llegaba a alcanzar, porque, pájaro al fin, inmediatamente remontaba el vuelo.

Y dormir... nunca supimos dónde pasaba sus noches, en que rinconcito se cobijaba, pero fuera donde fuera, descansaba bien porque antes del amanecer ya andurreaba por las calles, bien despierto y fuerte para correr y espantar cualquier cosa, persona o animal que considerara no ser de recibo.

Era conocido por toda la vecindad y él a su vez tenía un sexto sentido para distinguir entre los que pertenecían o no al barrio, a los que perseguía receloso y desconfiado. Nunca, jamás se vio a nadie intentar hacerle daño intencionadamente, era querido y pocas eran las personas que no le mostraban algun gesto de cariño o simpatía que él sabía agradecer, acudiendo rapido y contento a la primera que oía pronunciar su nombre.

Se podría contar de él miles de anécdotas porque estuvo entre nosotros bastantes años, pero creo que me extendería demasiado y podría llegar a cansar, pero no puedo evitar referirme a unas circunstancias muy especiales que pueden arrojar un poco de luz sobre él y sobre cómo, a veces, sin apenas darnos cuenta, aflora en el ser humano y a nuestro alrededor sentimientos tan nobles como son la caridad, la solidaridad, el amor, la generosidad de las personas, hoy que están tan desvalorizados y tan puestos en tela de juicio su existencia.

Fue atropellado por un coche al intentar cruzar la autovía siguiendo a una "amiga" que casualmente era mi hija, Tania, quedó tendido en el asfalto al parecer sin vida, pero no, un pequeño hilito le sujetaba a este mundo y le hacía aún respirar aunque con gran dificultad por una boca abierta, sangrante y en gran parte desdentada por donde se le escapaba la vida. La voz de alarma fue rápida y en pocos minutos un buen número de vecinos nos movilizamos para intentar salvarlo y lo conseguimos. Fue atendido y "parcheado" por todas partes en el centro sanitario y tras una larga operación volvió a vivir.

Las secuelas que le quedaron no le impidieron seguir haciendo su vida normal, quedo cojo, ciego de un ojo y su garganta hacía un ruido extraño, como un ronquido cuando respiraba, pero su orgullo de seguir siendo el guardián del barrio no lo perdió. La convalecencia fue difícil y lenta. Lo acogimos en la frutería de Antonio, por donde se podría decir que pasó casi todo el barrio a verlo, le llevaban comida, medicinas, se creó un bote para sufragar entre todos los gastos originados y los que se pudieran originar, hasta hubo quien le trajo un abrigo azul para que no pasara frío (que jamás permitió que se le pusiera) una manta y hasta un collar que eso sí, lució orgulloso hasta su muerte.

Pasados los primeros días en los que no fue capaz de abrir los ojos pues estaba más muerto que vivo, no fuimos capaces de sujetarlo allí dentro, a pesar de tenerlo más cuidado y mimado que un bebé, se escapaba a las primera de cambio y casi tambaleándose, hacía su eterna gira por la vecindad, de la que volvía con la lengua fuera y agotado hasta la extenuación.

Una vez curado no hubo manera de hacerlo dormir por las noches en la "frute". Volvió a su sitio cualquiera sabe dónde, pero a las cinco de la mañana, cuando mi marido llegaba del Merca, era el primero en llegar corriendo a recibirlo y ya no se separaba de su lado hasta que la claridad del nuevo día apagaba las sombras de la noche, era como si quisiera devolverle con su presencia, la protección que antes le dimos a él.

Un mal día, alguien ajeno al barrio, lo denunció al verse, según él acosado, un extraño que ni le conocía, ni lo supo comprender y vinieron a llevárselo. No lo consiguieron, la gente como ya lo había hecho antes, dió la cara por él. Se volvió a hacer una colecta, se pagó la multa, se le legalizó de cara a la sociedad, se le inscribió su nombre en el collar que llevaba sujeto al cuello y una familia entregó su datos censales como responsables de su cuidado, sus acciones, su alimentación así como su cobijo en el domicilio particular.

Allí le dieron todo el cariño del mundo y lo cuidaban como a un rey, pero él cuando llegaban las cinco de la mañana, despertaba a toda la familia con sus quejidos para que le abrieran la puerta y salía corriendo camino de la galería, del parque, a retozar en el cesped bajo el árbol grande, a rondar y vigilar su barrio... no sabía vivir encerrado, necesitaba su libertad.

Con el tiempo esta familia cambió de domicilio, se fueron lejos y con ellos, ya muy viejito, casi sin poder caminar y practicamente ciego, se lo llevaron. Pocos meses después, este vecino apareció por la frutería a comunicarnos que había muerto y que hasta el último día de su vida, lloraba cuando llegaban las cinco de la mañana, para que le abrieran la puerta.

Creo que para las personas que lean este relato y hayan vivido en Santa Aurelia, habrán imaginado de quién escribo, pero para los que no, ahí va su descripción:

Era un perrito, un chucho, como a veces despectivamente se califica al perro que no tiene raza o pedigrí, pero yo al menos no lo veo así, creo que los chuchos suelen ser los más listos, los más agradecidos, los más originales e incluso los más bonitos de su especie, porque su sangre tiene tantas mezclas, que la naturaleza, siempre sabia, sabe elegir lo mejor de ella y como resultado, son realmente únicos. Un chuchito de pelo corto color canela, hocico alargado, orejas gachas, rabito corto, algo zambo en sus patas traseras y unos ojos grandes de color avellana, por los que transmitían dulzura, confianza, algo de tristeza y una chispa inocente de orgullo y rebeldía.

Alguien, tampoco se sabe quién, le llamó "Mito" y cuando lo hizo, no sabía cuanto acierto tuvo al ponerle ese nombre, porque con el tiempo, aquí en mi barrio, haciendo honor a su nombre, es un auténtico mito.

Con su marcha el barrio perdió ese punto entrañable, cercano, que logró conseguir algo muy difícil: que la gente se uniera como una piña en defensa de un animal, que con su silenciosa compañía, nos demostró a todos, que lo más importante que tiene un ser es la libertad y que la libertad basada en los valores de respeto y amor a los demás es el bien más preciado que se puede tener.

Gracias "Mito", la gente de tu barrio, los que te conocimos y disfrutamos con tu presencia, nunca te olvidaremos.