lunes, 11 de octubre de 2010

El mundo se paró (2ª parte)

Pasaron algunos años y por casualidad en una reunión de amigos, me enteré de que una conocida de uno de ellos, con un problema muy similar al mío, había dado a luz felizmente, por segunda vez, gracias a un ginecólogo especializado en este tipo de problemas, que investigando y estudiando, había encontrado un método que rebajaba el riesgo a un porcentaje muy inferior.

Fue suficiente, fue la mecha que incendió de golpe mi corazón. No me podía quitar de la cabeza el nombre del médico y la esperanza ardió con fuerza dentro de mí.

En contra de toda la familia, concerté una cita con ese doctor del que me habían hablado y que se había convertido para mí en una especie de ginecólogo-mago, capaz de solucionar un problema que nadie hasta el momento había solucionado. Me convenció, o mejor dicho quise que me convenciera rapidamente. no voy a entrar en detalles, pero con una pequeña intervención con anestesia local se corregía el problema y los embarazos llegaban a buen fin en un alto porcentaje. Las medidas preventivas iban a ser practicamente iguales a las del embarazo anterior, pero las posibilidades de culminar con éxito eran elevadísimas.

Nuevamente en contra de todos impuse mi deseo, era mi cuerpo, era yo la que iba a sufrir en mis carnes y en mi espiritu la carga física y emocional que ya conocía, pero no me importaba, estaba tan ciega, tan ilusionada, que no veía ni un punto en contra, nunca se me ocurrió pensar que podía no salir bien, que me estaba jugando la vida, que mi familia, mi hijo, me necesitaban. Ahora reconozco lo que en aquel momento, fui incapaz de comprender, fui egoista, sólo pensaba en satisfacer mi ansia de volver a ser madre, sin importarme las graves repercusiones que todo podía tener y el daño que con mi insolidaridad estaba haciendo a mis seres queridos".

A medida que su relato avanzaba, la emoción iba creciendo, la expresión de dolor en su cara tensa, el brillo en sus ojos, la voz por momentos acongojada, por momentos llena de rabia o reproche, las manos inquietas que parecían hablarme, me tenían embelesada, no perdía ni un detalle de sus gestos, ni una palabra porque todo en mí era pura atención, expectación porque intuía que iba a vivir un impacto emocional fuerte cuando conociera el desenlace final de esa historia que por momentos me conmovía.

"Me sometí a todo lo que hizo falta, sufrí las molestias derivadas de un tratamiento quirúrgico desagradable y doloroso, volvía a repartir mis "casos" entre los compañeros y me preparé emocionalmente para llevar adelante una inactividad, una postración, que en este caso era mucho peor que el anterior porque tenía un hijo de cuatro años que agravaba considerablemente la situación. Quedé rapidamente embarazada y comenzó mi calvario, era muy duro, se me hacía muy cuesta arriba prescindir de tantas y tantas cosas: el sol sobre mi piel, el color del cielo, el olor de la primavera, la lluvia, pasear por el parque de la mano de mi marido, ver jugar a mi hijo, bañarlo todas las noches, llevarlo al colegio, montar en mi moto, ponerme la toga..., pero en esos momentos de bajón, el solo pensamiento de que había engendrado una nueva vida, un ser al que ya quería, disipaba rapidamente la añoranza de una vida a la que podía denominar de feliz.

Supimos que era niña y nos volvimos locos, los meses pasaban, los controles médicos eran muy alentadores porque todo se desarrollaba con normalidad. Cumplí la sexta falta y ya me permitía el médico levantarmee un poquito para reclinarme en el sofá, ver la tele, cenar junto a mi marido y mi hijo, hablar, reir o escuchar a mi niño contarme sus andanzas en el cole...

Nada hacía presagiar lo que se avecinaba, porque yo cada vez me sentía mejor y mi niña crecía fuerte y sana en mi vientre, dónde no paraba de moverse.

Esa noche, mi marido telefoneó para decirme que llegaría más tarde ya que le había surgido un imprevisto en el trabajo y que la chica que nos cuidaba se quedara en casa hasta que él llegara. Cené con el niño y la chica se encargó de acostarlo y dejarlo todo en orden, dispuesta a quedarse hasta que él llegara, pero yo no lo creí oportuno, él podría tardar mucho y me sabía mal que se fuera tan tarde para su casa, a pesar de su insistencia la obligué a irse y me quedé sola en el salón, echada en el sofá con una manta por encima hasta que él llegara.

No recuerdo mucho de lo que pasó, solo sé que de pronto, una punzada aguda, intensa, casi insoportable de dolor, estalló en mi vientre a la vez que me sentí mojada por un líquido caliente. Cuando levanté la manta asustada, la sangre resbalaba con fuerza sobre mis piernas. Cuando volví a abrir los ojos había pasado una semana.

Continuará.

domingo, 10 de octubre de 2010

El mundo se paró

En la vida hay momentos que, bien por su impacto emocional, o por la enseñanza que te aporta o simplemente porque te cala especialmente, quedan grabados en tu alma con tanta fuerza, que nunca se pueden olvidar y por mucho tiempo que pase, al rememorarlos te sigue dando ese latigazo sentimental que llega a estremecer nuevamente todo tu ser.

Seguro que todo el mundo comprenderá lo que quiero decir, porque creo que dificilmente pueda existir persona que no haya experimentado ese escalofrío que te recorre física y espiritualmente, ante un relato, una historia, un libro o una vivencia escuchada en labios de alguien que te habla mirándote con sinceridad a los ojos y abriendo su corazón ante tí.

Han sido muchos los momentos en mi vida, que me han hecho sentir profundamente esa punzada de comprensión, solidaridad, gozo, sufrimiento, miedo... pero éste que más abajo relataré, me emocionó especialmente porque quien me lo contó tuvo la virtud de hacer que el mundo se parase a mi alrededor porque aquella persona supo transmitirme con tanta autenticidad sus sentimientos, que me hizo sentir como mío su dolor.

Hace ya casi tres años que mi marido y yo tuvimos un accidente de coche viniendo de Madrid. Nada grave, pero a mi particularmente me dejó las cervicales fastidiadas, el esternón dañado y un miedo a la carretera y a aproximarme al coche que va delante, que aún no puedo superar. Me hablaron de una abogada bastante buena, muy experta en este tipo de accidentes para que defendiera mis intereses frente a la compañía de seguros, que como es norma habitual racaneaba indecentemente el pago a que tenía derecho por las lesiones ocasionadas.

Era, mejor dicho, es una mujer guapa a la que calculo unos 35 o 36 años, desenvuelta, que derrocha una energía y vitalidad increibles, con un don de gente que al menos a mí me cautivó. La ví como una persona fuerte, con carácter, capaz de enfrentarse a Dios que bajara del cielo, para defender el asunto que llevara entre manos, que parecía no achicarse por nada y con una seguridad en sí misma tan fuerte que parecía capaz de comerse el mundo. Para mí que me tengo por una persona indecisa, poco segura, que evita por todos los medios enfrentarse a otra, me admiró su forma de ser y actuar e inmediatamente consideré que no podría haber elegido otro abogado que lo pudiera hacer mejor.

Como ya sabemos las cosas de palacio van despacio, y en las que interviene la justicia, no diría que despacio, más bien a cámara lenta, porque la burocracia es gigantesca y avanzar un paso significa meses de espera y pérdidas de tiempo para alimentarla porque engulle y engulle documentación sin que parezca que alguna vez quedará satisfecha y lleguemos al final. Quiero decir con esto, que mi abogada me llamaba a su despacho con frecuencia para aportar datos, firmar algún documento o simplemente comentarme cómo iba todo.

Me impresionó el despacho ubicado dentro de su propia vivenda, en una de las zonas más bonitas del centro de Sevilla. Llamó mi atención su luz, su amplitud, la pulcritud en los muebles, el suelo de un parquet claro precioso y un toque muy personal en detalles, cuadros, decoración... que lo hacía cálido y acogedor a la vez que práctico y cómodo para el trabajo de una persona que se podía intuir, pasaba allí muchas horas del día. Nuestras entrevistas generalmente eran breves, no porque ella me metiera presión, al contrario, más bien era por mí misma, me preocupaba entretenerla más de lo debido consciente de lo valioso de su tiempo y de la cantidad de trabajo que llevaba entre manos, conclusión a la que llegué no sólo viendo el montón de carpetas sobre su mesa de trabajo sino por pura obviedad, el teléfono sonaba casi continuamente interrumpiendo a cada momento nuestra conversación y haciéndola levantar, mientras hablaba dando explicaciones sobre lo que yo consideraba juicios en curso, para buscar información y recabar datos en archivos, anotaciones y dossieres.

Aquel día empezó como otro más de los varios que ya había pasado por el despacho, ese día era yo la que quería terminar pronto, esta vez no por ella, sino por mi hija que pasaba por momentos muy delicados. Estaba embarazada y corría un riesgo muy elevado de aborto, por lo que guardaba por recomendación médica, un reposo absoluto a fin de intentar sujetar ese pequeño embrión que mostraba signos de malograrse. Supongo que notó mi estado de ánimo, porque directamente me preguntó si me ocurría algo, a lo que contesté, sincerándome, lo que estaba pasando con mi hija. Recuerdo que en ese momento se encontraba de pie ante su mesa, con mi informe médico en una mano y el teléfono en la otra y despacio se sentó en su sillón indicándome que yo también lo hiciese. Empezó a hablar, sus palabras salían a borbotones de su boca, pausadamente pero sin descanso. Durante un tiempo, que soy incapaz de calcular porque lo mismo pudo haber sido un segundo que toda una vida, el mundo se paró a nuestro alrededor. Ni el teléfono sonando, ni el zumbido del porterillo de la calle, ni el fax que no paraba de escupir un documento tras otro, fue capaz de interrumpir este monólogo que con tanto sentimiento me contó, porque en esos momentos a las 12 de la mañana, todo se apagó, solo existiamos ella, yo y las vivencias de un tiempo no muy lejano que hacían aflorar un dolor tan hondo que sé con seguridad siempre tendrá presente.

Y dijo así:

" Dile a tu hija que se cuide y que luche por ese ser que lleva dentro, pero que no fuerce la situación, que no se presione, que si por desgracia lo pierde, sería porque así tenía que ser, que aún sonando a tópico, la naturaleza es sabia y rechaza lo que es imposible pueda sobrevivir. Tiempo tendrá para tener otros si no hay otros problemas, pero si éstos existieran, que no se obsesione, que hay otras opciones, pero que nunca quiera chantajear a la naturaleza, que no quiera encontrar agua en el desierto, aunque le parezca haber visto un oasis, porque puede ser un espejismo y entonces la decepción y la angustia es mucho más fuerte y seguro que le pasará factura machacándola, te lo digo por propia experiencia.

Mira, - me dijo, cogiendo en sus manos una foto enmarcada dónde aparecía la carita de un niño que podría tener 6 o 7 años, llena de pequitas, con unos ojitos pícaros y vivarachos, cómplices de su sonrisa y la nota de color la daba una cabeza cubierta de pelo pelirrojo en cuya frente un remolino levantaba con ahínco su gracioso flequillo - éste es mi hijo, el único que tengo, la razón de mi vida y mi orgullo porque es maravilloso, sé que dirás"pasión de madre", pero tú también lo eres y lo comprenderás sin que pueda parecerte pedante, es guapo como ves, pero además es inteligente, bueno, cariñoso y está sano, es un regalo que Dios me ha enviado y daría la avida por él, pero aún así, no soy completamente feliz y te explico.

Cuando quedé embarazada ya desde el principio tuve problemas con alto riesgo de aborto. Se descubrió el motivo, mi útero estaba dividido en tres cavidades imposibles de comunicarse entre sí, el embrión había anidado en uno de ellos, por suerte el más grande, pero aún así el riesgo aumentaba conforme iba creciendo porque no se sabía hasta cuando habría espacio para cobijarlo y el aborto o parto se podía producir en cualquier momento. Me agarré a un mínimo porcentaje de supervivencia que me dieron e hice a rajatablas todo lo que el médico me indicaba. Me llevé siete meses tumbada boca arriba en la cama, de dónde salía una vez a la semana para ducharme, el aseo diario, mis necesidades, la comida, todo lo hacía en esa misma posición. Mi madre se instaló en mi casa para cuidarme y me embadurnaba de crema el cuerpo después de lavarme para que no se me llagara, cerré mi despacho repartiendo los casos pendientes a compañeros de confianza y aunque a veces la desesperación me invadía porque el tiempo parecía no correr, cuando cada mañana abría los ojos a un nuevo día, daba gracias a Dios porque mi niño/a tenía un día más de vida y seguía dentro de mí, calentito y a gusto en mi vientre.

Nos gastamos un dineral en médico y tratamiento porque todo (revisiones, ecografia...) me lo hacían en casa (gracias a Dios pudimos permitirnos economicamente sostener la situación) y cada falta que cumplía era una fiesta, una celebración. Cuando llegué al séptimo mes de embarazo casi respiré tranquila, sabía que si el parto se presentaba, mi niño casi seguro que sobreviviría.

Nació sietemesino, sin complicaciones para él, aunque sí para mí que se llegó a temer por mi vida. el médico fue claro y rotundo, dificilmente podría tener otro, pero en el hipotético caso de que así fuera, mi vida corría un grave peligro. El golpe de esa noticia quedó en segundo plano cuando pude ver a mi hijo en la incubadora y como pataleaba y berreaba reclamando su alimento.

La vida continuó para mí, retomé mi trabajo, me volqué y disfruté a tope de la crianza de mi hijo y tanto mi marido como yo, nos sentiamos los padres más afortunados del mundo. Intenté olvidar que era casi imposible tener otro hijo a pesar de que una parte de mí se resistía a aceptar que me estaba vetada una nueva maternidad.

Continuará