viernes, 19 de febrero de 2010

El invierno


A pesar de la mala fama del invierno, ya se sabe, lo incómodo de la lluvia, el frío que acobarda para salir, el cielo gris, el sol que ni siquiera calienta, la tristeza de las calles desiertas a las cinco de la tarde, los árboles desnudos... nada de ésto invita a que se le aprecie demasiado, no en vano siempre ha sido el símil del ocaso, del fin de la vida, pero a pesar de todo, a mí me gusta, porque cada una de las estaciones tiene su encanto y ésta no podía ser menos.
Me gusta porque es el momento del recogimiento, de disfrutar del hogar, de la reflexión. Hay unas horas especialmente hermosas, acogedoras y cálidas, las horas en que el día va llegando a su fin, en las que los quehaceres cotidianos han acabado y llega el descanso al calor del brasero bajo la mesa de camilla, sentada en el sofá a la luz de una lámpara que alumbra la lectura, la labor o el cuaderno dónde apunto y escribo la vida, en el silencio de una noche dónde los demás duermen ya.
En estas noches en las que ves algo en la tele, o lees, o escribes o simplemente piensas en lo que el día te ha deparado, también hay sitio para recordar, releer u ojear libros antiguos, libros que en su día me impactaron, rebuscar en las estanterias y "descubrir" áquel del que tanto aprendí cuando aún era una adolescente o el que me emocionó con una preciosa historia de amor a los veinte años, o el que me sumergió e impregnó de culturas lejanas o me instruyó en temas políticos durante la época de la transición en España.
Anoche tuve en la mano, el primer libro de mi tío, el poeta. Un libro pequeño, cuyas hojas sueltas de tanto pasarlas y amarillas por el paso del tiempo está sujetas burdamente por dos tiras de fixo para que no se pierdan. Un libro de escritura antigua, carente de ilustraciones, austero cuya única nota de color radica en el rojo de la primera letra de su título. Un libro de cien páginas que reune diecinueve poesías, sencillas, populares, andaluzas que a mí particularmente me emocionan y que anoche releí una por una saboreando el momento, disfrutando a tope de la tranquilidad, la paz, el sosiego y el calor que sólo el desprestigiado frío invierno es capaz de conseguir.
Para terminar quiero transcribir una que a mí me gusta especialmente y que espero que a los que me estais leyendo os guste al menos un poquito.
Se títula "CELOS" dedicado por el autor: "A mi prometida"
No son celos de los hombres,
que a los hombres no les temo,
ya sé que mientras yo viva,
mientras respire mi aliento,
tu amor y mi amor, mi vida,
serán un alma y dos cuerpos.
Mis celos no son de duda,
mis celos son otros celos.
Siento celos de la luna,
de sus resplandores bellos
que con silenciosos pasos
se aproximan a tu lecho
y besan tus níveas carnes
y velan tu dulce sueño;
siento celos de la brisa,
del frío soplo del cierzo,
del sol, la nieve y la lluvia,
del rocío fino y del viento;
porque acarician tu cara,
porque a tus rubios cabellos
se abrazan cual si quisieran
llevárselos prisioneros.
Siento celos de las flores,
de su perfume hechicero,
que penetrando en tu alma,
como un cuchillo de acero,
me roban, vida, un instante
algo de lo que más quiero.
Celos de los manantiales,
porque esos labios tan bellos,
esos dientes de azahares
que yo con éxtasis beso,
no quisiera que ni el agua
!ay! se rozara por ellos.
Celos hasta de mí mismo,
porque el amor que te tengo
es un amor de locura,
es pasión, es sangre, es fuego,
es una llama que arde
como un volcán en mi pecho
y siento celos, mi vida,
de que consuma mi cuerpo.

sábado, 13 de febrero de 2010

Gracias "Commodore"

La vida me regaló ayer otro día de seda, de esos que atesoras en tu corazón y ni el paso del tiempo puede borrar de tu mente, porque te marcan.
Ayer asistí al primer concierto del grupo dónde toca mi hijo Salvi, "Commodore" y tengo que decir que me encantó, no sólo por el concierto en sí, que fue estupendo, sino también por todo lo que rodeó al acontecimiento, haciéndonos vivir una noche inolvidable.
De vuelta a casa, llegué rememorando y relamiendo el dulzor de esos momentos y me puse manos a la obra, para intentar trasmitir (!que difícil!) sin olvidar detalle, lo que juntos habíamos vivido en un pequeño local, cálido y acogedor, en medio de un polígono industrial.
Once de Febrero, viernes, los termómetros rozando el cero, un frío que traspasaba y una lluvia fina, pertinaz y helada que intensificaba aún más la sensación de frío. Un día para estar en casa, metidos hasta el cuello en la mesa de camilla con el pijama puesto, pero no era día de quedarse en casa a pesar de la inclemencia del tiempo, había que salir !íbamos a ver y escuchar a "Commodore" y para allá nos fuimos.
Podría contar tantas cosas de la noche que no sé por donde empezar, porque todo fue bonito, cálido, sencillo... pero puestos a destacar, ahí va un poquito: la espera, charlando con los amigos, contando anécdotas del grupo; el ambiente de nervios y expectación con el cigarrillo en la mano; el abrazo de Salvi a sus hermanos, a su padre, a mí; la presentación de los dos componentes del grupo que no conocíamos; la empatía con los "otros" padres también presentes al ver reflejados en ellos tus mismos sentimientos; los abrazos y palabras de ánimo de los amigos; la llamada de Marco para desearle suerte a su tito Salvi y la ternura de éste hablando por teléfono con él; Iván animando y aplaudiendo; los saltos de Tania gritando "ese es mi hermano"; la carita de felicidad de Sara mientras hacía una foto tras otra, la risa de Cristina con el mechero encendido en la mano moviéndolo al son de la música; sus tíos asistiendo por partida doble y Mª José y Patri y Pepe, Dani, Carlos, Fabi... animando; el orgullo en la cara de mi marido y mi corazón palpitando de alegría.
Y se encendieron los focos, iluminando el escenario y empezaron a sonar maravillosamente los primeros acordes de una música contagiándote con su ritmo, con la voz de mi hijo cantando y su mirada de complicidad de vez en cuando hacia nosotros, con la bateria "aporreada" por Gregui, con el punteo de Ricardo y el bajo de Isaac... todos a una, disfrutando y haciéndonos disfrutar de un momento maravilloso.
No entiendo de música, no sé de técnicas, no sé percibir el pequeño fallo o desafine, o si la nota es "do" o "fa" o "la"... pero sí sé percibir lo que llega, lo que trasmite, lo que te hace vibrar, lo que se hace con corazón, con trabajo, dedicación, esfuerzo, ilusión... y el grupo acumula todos estos valores y fueron capaces de hacernos vibrar a todos los que allí estábamos con esas siete canciones estupendas que nos supo a poco.
Así que ésto va para los cuatro: seguid trabajando en esa línea, porque teneis talento para eso y mucho más, porque ya estamos todos contando los días para volver a veros en Mayo y disfrutar con vuestra música.
Gracias por la noche que nos habeis hecho pasar, gracias Isaac, Ricardo, Gregui y Salvi. Gracias "Commodore"

sábado, 6 de febrero de 2010

La enfermedad. La fé


Llevaba mucho tiempo enferma, tanto como una década. Durante todo ese tiempo, lo que empezó con algunas molestias, jaqueca, decaimiento, se fue acentuando y llegó el peregrinaje de médico en médico, especialistas, neurólogos, psiquiatras, homéopatas... y ninguno daba con la solución, a cada nueva consulta, nueva ilusión de curación y nuevo batacazo cuando el nuevo tratamiento no surtía el efecto deseado. Llegué a desear al menos, si no la curación, el alivio, alivio a los dolores de cabeza intensos y permanentes y a conseguir dormir. Las noches las pasaba vagando por la casa como alma en pena, intentando no despertar a los míos, con las manos en la cabeza como queriendo aguantar el dolor para que no aumentara más, porque era insoportable y llorando cuando la impotencia y la desesperación me vencían.


Así un día y otro, una semana, un mes, un año... llegó un momento en que ya no sabía que hacer, me había gastado un dineral en médicos (aparte los del Seguro) y tratamientos, llegué a pensar que todo era ficticio, que mi mente me estaba jugando la mala pasada de inventarse una dolencia inexistente, creí que era una hipocondríaca superlativa y terminé sintiéndome culpable por lo que me ocurría, al deducir que nada tenía, salvo una obsesión y me castigaba y castigaba a mi familia sin razón.


Después de visitar al penúltimo especialista, en este caso un psiquiatra, que me diagnóstico una fuerte depresión y me atiborró de tranquilizantes que me tuvieron un mes casi sin poder salir, opté por no tomar nada y me machaqué pensando que nada me dolía, que nada tenía, de esa forma pensé, que si era cosa de la mente, la vencería. Inútil, porque llegué a un punto en que si dormía dos horas al día era mucho, apenas comía o lo hacía compulsivamente porque hacerlo, a veces, aliviaba el dolor, la debilidad física aumentaba por día y la depresión y la tristeza vivían conmigo.


No sabía que hacer, ni vivía, ni dejaba vivir, no quería visitar ningún médico más porque todos decían lo mismo: que no había nada importante, salvo una pequeña depresión. Sentí el miedo y la soledad cercándome cada vez más, porque sabía que nadie me comprendía (con toda la razón) aunque todos me apoyaban y animaban, pero yo sí sabía y por eso me asustaba que algo gordo estaba pasando en mi organismo y que mi cuerpo no aguantaría mucho más.


El Martes Santo del año 1.999, me fuí con mi hija a ver salir "El Cerro", la mañana era espléndida, incluso hacía calor, el cielo inigualable de nuestra primavera, en resumen uno de esos días en que das gracias a la vida por vivir.


Aquel día me había levantado com siempre, mal, pero me obligué a salir. La cabeza me estallaba y el cansancio apenas me permitía andar, pero como otras veces, simulaba estar bien, quería dar la imagen, aunque fuera de tarde en tarde, de normalidad. Esperamos para verla salir casi dos horas, de pie y al sol, frente por frente a la puerta de la Iglesia, aguantando ese sol que apretaba de justicia en medio de un cielo azul precioso, pero que a mi me estaba matando.


Cuando el Cristo llegó a mi lado, mecido al son de la marcha procesional y bañado por montones de pétalos de rosas que la gente echaba a volar desde los balcones, la lágrimas brotaron de mis ojos sin poder reprimirlas y en aquel momento, a pesar de que no soy religiosa, ni capillita, ni comulgo con la Iglesia, le pedí a ese Cristo crucificado que me ayudara, ya ni tan siquiera que me curara, no, que me ayudara a encontrar al médico que descubriera que me estaba ocurriendo para saber que hacer, si todavía se podía hacer algo. Miré su cruz y su corona de espinas que apretaban su cabeza como el dolor apretaba la mía y supe que el Dios en el que sí creo, me comprendería.


No ha existido un momento en toda mi vida en el que haya pedido, suplicado, con tanto sentimiento y a la vez con tanta fé. Le prometí que si me curaba todas las primaveras de la vida que El quisiera regalarme, estaría allí para verlo pasar "caminando" clavado en su cruz, mojándose con la lluvía de pétalos que otras corazones, tal vez tan agradecidos como el mío, le tiraban al pasar.
Cuando volvió la esquina de la calle y lo perdí de vista, mi hija me abrazó al verme emocionada, no sabía logicamente lo que por mi cabeza pasaba y por un momento tuve paz y la ilusión de que todo se podía arreglar, porque la fé mueve montañas y yo había pedido con mucha fé.
Un mes más tarde me hablaron de un médico estupendo, un endocrino, la única especialidad que no habia tocado porque no lo relacionaba con mi dolencia. Me dijeron que lo intentara y más por complacer a mi familia que por convicción, accedí a ir, con la condición de que sería el último.
Después de pruebas complicadas, me diagnosticaron un tumor en la hipófisis en estado tan avanzado que afectaba al nervio óptico, al hipotálamo en el área del sueño (por eso no dormía) y a todo un sistema hormonal que estaba totalmente descompensado. La única solución pasaba por una operación urgente para extirparlo. No me quiero extender en detallar las vivencias de esa semana de vértigo en la que se preparaba la intervención, pero destacaré dos importantes y principales sentimientos que convivieron esos días conmigo:
- ALEGRÍA: porque sabía !por fin! lo que tenía, porque había encontrado al médico y a la enfermedad, porque no estaba loca como llegué a pensar, porque para bien, si me curaba, o para mal si me pasaba algo, el sufrimiento se acababa...
-MIEDO: porque era una operación complicada de cabeza, porque podía en un gran porcentaje quedarme alguna secuela, más o menos importante, porque podía faltarle a mis hijos, mi marido, mi madre...
Al año siguiente por primavera salí de nazarena por primera vez en mi vida, con mi Cristo de "El Cerro", con un cirio en la mano y una medalla en el cuello, formando en una fila larguísima con mi hijo delante marcándome el paso y mi Cristo detrás para verlo. Fueron quince horas de recorrido con el corazón rebosante de felicidad, en el que no dejé de dar gracias por todo lo que me había ocurrido en un año, porque la alegría había vuelto a mi casa, porque seguíamos todos juntos, porque había aprendido cosas muy importantes, porque disfrutaba de todos los momentos que la vida me volvía a ofrecer, porque me había vuelto la fé y la ilusión, porque no tenía dolor y podía dormir y todo, todo, porque me había curado.
Y allí he estado ya diez años de esta vida nueva que El me ha regalado y como le prometí, de nazarena o no, da igual, allí he estado y estaré para verlo hasta que muera.