"Mi madre durmio feliz aquella primera noche de la dominación del pueblo por los nacionales. Estaba tranquila desde que esa misma mañana, habló con su hermano Florencio y le garantizó que las tropas no iban a tomar represalías graves contra los campesinos, no querían ni venian a sembrar el terror, sólo iban a poner las cosas en su sitio, como habían estado toda la vida, el orden, la disciplina, el dueño de las tierras con sus tierras y los campesinos con su trabajo, con sus jornales, como siempre había sido, porque desde que el mundo era mundo, siempre habían existido los ricos y los pobres y así tenía que seguir siendo, porque además que sabían ellos de como tenían que hacer y organizar las labores en el campo, ni estaban preparados, ni falta que les hacía estarlo, para eso estaba el patrón para velar por ellos y sus familias y dirigir lo que sus tierras necesitaban y principalmente porque eran suyas heredadas generación tras generación y nadie era quién para quedárselas, ni para arrendarlas, ni para nada. Eran suyas y podía hacer con ellas lo que les diera la gana.
Mi padre preparó sus aperos como hacía todas las noches antes de acostarse, al día siguiente tocaba ya trabajar. Su seriedad innata se envolvía en un halo de tristeza y decepción, la euforia, la alegría y la ilusión de semanas anteriores se habían esfumado en pocas horas, pero al menos le quedaban ánimos para seguir, estaba junto a su familia y su hijo, soldado de los rebeldes, se hallaba a bastantes kilómetros de distancia y según contaba en su cartas la zona era tranquila. Pensó que todo no se podía tener, y se conformaba con seguir como hasta ahora, pasando fatiga y necesidades, pero al lado de los suyos. Aparentemente la tranquilidad reinaba en el pueblo y no parecía que fuera a pasar nada grave, se alegró aún más de no haber huido y lamentó la fuga de tantos hombres, amigos, parientes que habían huido temiendo las duras represalias que llegarían, y creyó que se habían precipitado en su marcha ante este temor.
Pasaron dos días más de aparente calma, los pocos campesinos que habían aguantado en el pueblo empezaron sus labores en el campo. Todo volvió a la tranquilidad, a lo mismo de siempre, los patrones mandando, tiranizando y los campesinos aguantando, nada había cambiado ni cambiaría jamás.
Aquella noche de mediados de Agosto, yo dormía profundamente, mi madre como siempre agarraba el brazo de mi padre, porque no podía dormir sin sentir el contacto con su cuerpo, le daba paz y tranquilidad y mi padre hacía ya mucho rato que roncaba profundamente absorvido por sus sueños. Era una noche calurosa como todas las del mes de Agosto y la pequeña ventana del dormitorio estaba abierta de par en par, con la esperanza de que nos entrara algo de brisa y poder conciliar el sueño que se resistía en llegar, agobiados por un calor insoportable. Desde mi pequeña cama a los pies del ventanuco, me entretenia todas las noches mirando las estrellas, me gustaba buscar en ese infinito y oscuro manto, salpicado, repleto de pequeños puntos de luz que brillaban con luz propia, la osa mayor y la menor, como mi abuela me había enseñado y el carro y el dragón y la estrella polar que era la más grande e iluminaba con más fuerza que las demás y así, mirando el cielo, se me iban de la cabeza, todos los miedos que durante el día me acechaban, pensaba que nada malo podía pasarnos porque ellas nos protegían. Me ilusionaba pensar que mi hermano, aficcionado como yo a mirar el cielo, quizás, en ese mismo momento buscaba sus estrellas favoritas y por qué no, a lo mejor las encontrábamos al mismo tiempo, y, de alguna manera ellas nos unían., y así los ojos se me cerraban poco a poco, rebosantes de luz y el sueño me poseía. De repente, en el silencio de la noche, el ruido de un camión, voces ásperas, desagradables, golpes en las puertas de las casas, gritos, súplicas, llantos de niños... me despertó. Me mantuve callada, expectante, muerta de miedo, abrazada a la almohada, sin saber que estaba pasando, aunque presentía que no era nada bueno, quise pensar aunque sin convicción, que lo que fuera no iba con nosotros, que en un momento volvería a escuchar el ruido del motor del camión alejándose y volvería a reinar la calma y el silencio. Mis padres tampoco decían nada, aunque yo sabía que estaban como yo, expectantes y asustados, su largo y excesivo silencio, la ausencia de ronquidos y respiraciones acompasadas, me hizo comprender que fingían un sueño que había sido interrumpido al mismo tiempo que el mío, y supe que su silencio era una forma de aparentar una calma, que estaba muy lejos de la realidad, con el propósito de que yo no me asustara y por ello, quise corresponderles de la misma manera, yo también fingí mi sueño, no quería que se preocuparan por mí. De pronto, un golpe en la puerta, una voz pronunciando el nombre de mi padre y una orden destemplada para que saliera, originó el resorte que me hizo saltar de la cama aterrorizada, con el corazón golpeándome con fuerza el pecho, amenazando estallar y corrí a buscar cobijo en los brazos de mi padre.
Lo vimos salir de la casa con calma, ajustándose el cinto de los pantalones, mientras mi madre y yo intentábamos ilusamente detenerlo, suplicando que no saliera, que no se fuera con esos que pronunciaban su nombre con desprecio. El camión cargaba ya con un gran número de hombres, de amigos, de vecinos que al igual que mi padre, intentaban tranquilizar a sus mujeres a sus hijos, a sus padres... que se agarraban a las barandas del camión llorando y suplicando a los soldados y al grupo de falangistas del pueblo que dirigían la redada, que no se los llevaran, que no habían hecho nada malo en sus vidas, que sólo habían pedido y luchado por mejorar sus condiciones de vida, pero todo era inútil. ruegos, súplicas, gritos, llantos, se perdieron en la oscuridad de la noche, y todo pareció volverse más oscuro y silencioso, la luna se escondió y las estrellas ya no brillaban como antes, y, hasta el canto de los grillos enmudeció. Una vez el camión cargado, cumplido su objetivo, arrancó y se puso en marcha, corrimos tras él con la desesperación como aliada, mi padre iba sentado de los últimos, nos hacía señales de calma, calma que él intentaba aparentar sonriéndonos y llevándose las manos a los labios, nos envió un rosario de besos que nos traspasó el corazón. Lo vimos alejarse, sus brazos alzados pidiendonos calma, el nombre de mi hermano en sus labios y la fingida sonrisa en su rostro, se fue borrando con la distancia y allí nos quedamos mi madre y yo abrazadas, derrumbadas al igual que las familias restantes sin saber que hacer ni a dónde ir. Y ya no lo vimos más, su cuerpo, su alma, su cariño, sus besos... todo desapareció de nuestras vidas en un instante. !Como cambia la vida, en un momento estás con tu ser querido, hablas, ries, comes con él, te acuestas, escuchas sus respiración durmiendo y de pronto, en otro momento, se lo llevan y ya no vuelves a verlo más, todo se acabó, te lo roban de tu vida sin saber por qué. En mis recuerdos, en mis pensamientos, en mis sueños, siempre aparece ese último momento en el que nos decía adios, agitando los brazos, mientras el camión se perdía en la oscuridad de la noche.
Lloramos abrazadas tumbadas en la cama matrimonial, aún caliente por su cuerpo, impregnada de su olor, hasta que las estrellas se fueron para darle su sitio al sol que empezaba a despertar, sus rayos comenzaban timidamente a iluminar los campos, las veredas, las aguas del arroyo, las plazas y las calles del pueblo. El cielo se fue desprendiendo de su manto negro poquito a poco, como si quisiera mostrarnos sus colores más preciados, morado intenso, rosa y nácar por el horizonte, violeta y azul cuando el sol ya bien plantado, lanzaba con fuerza sus poderosos rayos por el Este. Salimos a la calle en silencio, con sigilo, los ojos hinchados, el corazón palpitante y las huellas del dolor en la cara y en el cuerpo. Agarradas del brazo, temblorosas y sin más lágrimas que derramar, empezamos a andar. Al igual que nosotras, vecinas, conocidas, asomaban, niños pequeños en los brazos, ancianas enlutadas, zagales con rabia contenida... éramos como aútomatas, siguiendonos unas a otras, sin saber adonde íbamos o sabiéndolo, pero sin quererlo saber, ya había pasado en pueblos colindantes pero nadie se atrevía a decir lo que todas pensábamos que "el paseo" sinónimo de asesinato y muerte también había llegado al pueblo, pero todas, como si una fuerza nos arrastrara, nos dirigiera como marionetas, nos encajamos las puertas del cementerio.
Las puertas estaban abiertas y el sepulturero al lado de ellas, no se atrevía a levantar la cabeza y mirarnos, no quería ser testigo ya lo había sido bastante en la madrugada, de lo que se nos avecinaba, y así con la cabeza gacha nos permitía el paso. Una vez dentro, los pasos se aceleraron dentro del mismo silencio, era como si quisiéramos acabar con la agonía que nos traspasaba, con la duda, con el temor, con la posible esperanza, y llorar desconsoladamente por una muerte ingrata, o respirar tranquilas si tu ser querido no estaba. Al final, muy cerca de la tapia, una hilera de sangre y muerte nos esperaba, nos avalanzamos hacía allí y comenzó el mayor calvario que se pueda imaginar: cuarenta o quizás cincuenta cadáveres, yacían inertes boca abajo, muchos con las manos entrelazadas, y todos con el horror en sus caras. Hubo quien aún sin verle la cara, supo por la ropa, o por el pelo, o por los zapatos que su marido o su padre o su hijo, estaba muerto, hubo quien se arrodillaba gritando al ver la cara de muerte de quien buscaba y allí se fueron quedando junto a su muerto, para velarlo y llorarlo. Nosotras seguiamos andando, temblando, agarradas, la una a la otra, apoyándonos para continuar la macabra búsqueda y así, pasábamos de cuerpo en cuerpo, con alivio y gratitud a cada obstáculo salvado. Cuando llegamos al último fusilado, un suspiro nos salió desde muy dentro, mi padre no estaba entre los muertos, esa noche al parecer se había salvado, pero, ¿dónde estaba?."