Llegó a Sevilla en plena guerra civil, cuando ya su pelo había crecido y el niño rondaba el año de vida. Una prima lejana le abrió las puertas de su casa temporalmente hasta que encontrara trabajo, mientras, la ocupó en su propia casa como sirvienta a cambio de cobijo y comida.
Tuvo suerte, quizás la primera y última en su vida, pero consiguió entrar a servir en casa de una familia adinerada, franquista y católica que se apiadaron de ella y de su hijo, consintiendo que lo tuviera con ella y allí permaneció hasta su muerte. Pudo a fuerza de trabajar agotadoramente, sin descanso, reunir unas pesetillas y alquilar la habitación que arriba he mencionado y así llegó a nuestro barrio, cuando el niño ya era mayorcito.
Cuando junto a mis padres y hermano, llegué al barrio, ya había pasado lo peor, los oscuros años de la postguerra, el hambre por la falta de alimentos en los años cuarenta, el miedo a las represalias... y el Lolo era por entonces un tiarrón de más de 1,80 mts. con unos 24 o 25 años que campaba a sus anchas por la calle, mientras su madre trabajaba.
Su cara, su forma de andar y gesticular, su mirada, su habla, todo, delataban inmediatamente su gran deficiencia. Tenía una cara ancha, de piel morena en la que sus ojillos pequeños e inquietos bailaban algo desviados, en medio de un rostro algo asimétrico de facciones grandes, bastas, pero del que se desprendía tanta inocencia y bondad, que era difícil no sentirse atrapado por la ternura hacia él.
Creía ser detective privado, el vigilante de la calle, del barrio en general, pero su ingenuidad lo llevaba a vestirse llamativamente, todo lo contrario a lo que un detective que se precie, debe hacer. He aquí su ropa de servicio, como él decía: gabardina trás cuya solapa se enganchaba la identificación de todo polícia que se precie, en el caso de él consistía en una chapa roja con el logotipo de Coca-Cola y en el ojal, un bolígrafo con el que anotaba en una libretita mediante cuatro garabatos, las matrículas de los coches a los que multaba; del cuello le colgaba un silbato, para usar -según él- en los "tasos demegensia" (casos de emergencia), de los pantalones y enganchadas en el cinturón, las esposas de juguete que le echaron los Reyes Magos y cómo pincelada final a la falta de discreción, un casco blanco con las iniciales PM (policía militar) sobre su generosa cabeza, del que nunca pudimos saber como se lo agenció.
Su madre no le ponía cortapisas a sus andanzas, porque decía: "mi Lolo es feliz, no hace daño a nadie, si alguien se ríe de él, lo comprendo aunque no me gusta, pero si le quito su ilusión ¿en qué va a pasar mi niño su tiempo? así que se ría el que quiera, pero que me lo dejen tranquilo.
No era difícil verlo escondido trás una esquina acechando o persiguiendo a un posible "caco", o anotando en su libreta las matrículas de todos los coches aparcados, o abordando al primer transeunte que se le pusiera de frente para pedirle la documentación, no sin antes enseñar él la suya, levantando la solapa de su gabardina, o cuando le daba por pitar el silbato, parando a cualquier coche, carro o bicho viviente que por allí pasara.
A la vuelta siempre paraba en la panadería de mi padre, para contarle como había ido su día de servicio: "Zarbadó -decía- hoy he tetenío a un ladón te tería obá en una tasa y lo llevao a la tomisaría y aemá he puesto tinco murta (Salvador, hoy he detenido a un ladron que quería robar en una casa y lo he llevado a la comisaría y además he puesto cinco multas). Era incapaz de pronunciar la k o la q. Mi padre le daba carrete, le preguntaba, lo felicitaba por lo valiente que había sido y por lo contento que estaba todo el mundo con él y él se pavoneaba sonriendo con cara de pillín asintiendo con la cabeza.
Fueron bastantes años los que día a día repetía su actuación: el mismo vestuario, los mismos gestos, y su cara de felicidad creyéndose ser el mejor detective privado del mundo.
Pero todo tiene su fin y a él le llegó el día en que unos desalmados, gamberros sin corazón, ni sensibilidad, quisieron pasar un rato de "grasia" a su costa y lo abordaron cuando ya caía el sol en una calle solitaria, escondido trás una esquina vigilando cualquiera sabe a quién. Le quitaron el casco dónde se mearon, para volver a ponérselo en su cabeza y empapar su cara y parte del cuerpo de orines. Él asustado, temblando, incapaz de comprender nada, se arrrebujó en el suelo de la esquina llamando a su madre, le arrancaron las esposas del cinturón y le bajaron los pantalones y uno de ellos llegó a propinarle un golpe en la cabeza con el mismo casco que le abrió una brecha en la frente. La sangre se mezcló con los orines y las lágrimas de terror mientras las risas y los insultos crecían. Quiso la fortuna que ante el escándalo algunas personas se asomaran por la calle y el grupo al verse descubierto se diera a la fuga. Lo recogieron del suelo sucio, lleno de orines, lloroso y temblando como un perrillo asustado.
Lo llevaron a su casa con su madre, que nunca llegó a recuperarse del susto cuando lo vió. Los vecinos no dejaron de pasar por su casa en toda la noche para prestar cualquier ayuda que pudieran necesitar y a mi padre, aquella noche lo ví llorar.
Ya no volvió a ser el mismo, perdió su alegría, su ilusión, su razón de vivir. No quería salir sólo, estaba siempre asustado y pasaba los días sentadito en un sillón en la puerta de su casa, esperando que su madre llegara de trabajar.
Muy poco después enfermó, no sabría decir de qué. Recuerdo verlo recostado en una hamaca con la piel amarillenta y las piernas hinchadas. Su cara había perdido esa luz que trasmitía y la fealdad de sus rasgos se hacían ahora mucho más evidentes.
Murió una tarde de verano. El llanto de su madre se escucho por toda la calle y una gran cantidad de gente de todo el barrio pasó por su casa para velarlo toda la noche y darle el último adios.
Su madre le sobrevivió muy poco tiempo.