miércoles, 2 de octubre de 2013

"Mi héroe" La bendita post-guerra II

 Pienso que en esta vida, todos estamos conectados, somos eslabones de una misma cadena, estamos creados de la misma energía y es esa energía, la que nos atrae los unos a los otros, de manera, que si sabemos o aprendemos a dejarnos guiar por lo  que nuestro corazón o nuestra voz interior nos dice, si dejamos que la vida con sus señales nos hable, nos avise, nos prevenga. todo  termina acoplándose, encajando, todo se va poniendo en orden y en su sitio y aquello que en un momento determinado nos pareció descabellado, imposible, extraordinario... se realiza y se realiza, no precisamente gracias a  la casualidad sino a la fe que llega desde el interior. La casualidad, a mi parecer no existe, todo, todo, tiene un motivo, un por qué, un fin y el tiempo termina dando la razón, porque, "aquello ocurrió para que ahora pueda ocurrir ésto". Rememorando esta historia, escribiéndola, meditándola, me doy cuenta de que su vida está llena de "casualidades" y de "conexiones", una mezcla de acontecimientos que terminan acoplándose para formar el puzzle de la vida de mi héroe. 

Mi héroe empezó a trabajar con la mayor ilusión del mundo. Había conseguido un medio de vida, y aunque con el sueldo que ganaba bien pocas cosas podía hacer, salvo comer y poco más, estaba feliz , tenía todas las esperanzas puestas en esa charcutería, para él la más bonita que nunca había visto, además estaba situada en el entorno que más le gustaba de Sevilla, el barrio de la Macarena y el que mejor conocía, ya que la tienda de D. Froilán  estaba ubicada en el mismo barrio, no demasiado lejos de la calle Feria y de su mercado de abastos. Al principio, era imposible plantearse una vivienda en Sevilla, para él, madre y hermana, pero calculaba que ahorrando un poco entre los tres, no tardarían mucho en conseguirlo.

" Rozaban las seis y media de la mañana del primer día de trabajo, cuando llegué a las puertas del mercado, sabía que era demasiado temprano, el dueño me había citado a las siete de la mañana, pero la impaciencia, el nerviosismo, las ganas de trabajar, no me dejaron pegar ojo aquella noche y mucho antes de que sonara el despertador ya me había lavado, afeitado, vestido y peinado los pocos pelos que me iban  quedando. Envolví el "mandil y un bocadillo en papel de periódico y salí sin hacer ruido a la calle. La primera camioneta que salía para Sevilla, lo hacía a las cinco y cuarto y  a las seis llegaba al Prado de San Sebastián. Desde allí me fui  andando hasta la calle Feria. 

Aún tan temprano el movimiento de carros, motocarros, carrillos... era continuo, era el momento de la entrada de mercancías: carros tirados por mulos o borricos provistos de angarillas, iban llegando arreados por sus dueños. Llegaban cargados de la mayor variedad de frutas y verduras del tiempo, algunos directamente de las huertas que rodeaban la capital, otros de las cuartelás dónde almacenaban las que provenían de provincias colindantes o más lejanas. Motocarros abriéndose paso a través de los animales que protestaban con rebuznos, de los mozos carretilla en mano que descargaban en medio de la calle, de los perros callejeros que ladraban corriendo tras ellos alertados por los ruidos de los motores. Iban repletos de cajas de madera llenas de pescado, de gambas, de calamares... dispuestas para la venta. Los carrillos de la carne, reses abiertas en canal goteando sangre, gallinas aún sin desplumar, costillares y carne de cerdo, conejos de caza y liebres sin desnudar, sangre de pollo cocida... era un espectáculo presenciar todo ese vaivén de personas trabajando, descargando, que entraban y salían apresuradas de la "plaza". El caos en la puerta, los olores, los ruidos, las voces... y el amanecer que despejaba con rapidez la penumbra de la madrugada y de las pocas farolas, para dar paso a la claridad del dia. !Cuanta importancia le daba a todo! !Que bonito era ver y saborear la vida, después de tres años de soledad, angustia y frío!

Mi jefe llegó poco después y se asombró de verme tan temprano allí, plantado junto a su puesto, con el mandil en la mano presto para ponérmelo. El hombre serio de otras ocasiones había dado paso a otro cordial, sonriente y hablador. Me estrechó la mano, me dijo que se llamaba Esteban y que no le gustaba ser jefe, quizás por ese motivo nunca había pensado en emplear a nadie, aunque era bien cierto que cada vez le costaba más esfuerzo llevar sólo la charcutería, afortunadamente. Con ello pretendía decirme, que quería que trabajáramos de tú a tú, quería que tuviéramos la confianza mutua suficiente para que cada uno de nosotros, desarrollara bien y con tranquilidad su trabajo, que dadas las circunstancias actuales que se vivían, los beneficios no eran muy cuantiosos, la gente estaba muy necesitada, razón por la que el jornal de momento era "justito", pero me prometía que en cuanto las cosas empezaran a mejorar, lo iría incrementando. Imaginaba, mejor dicho sabía, que había sido enseñado en el oficio  por D. Froilán y por eso se había decidido a contratarme, porque al lado de él seguro que había aprendido lo mejor, tanto en lo profesional como en lo personal y para él, era esa la mejor referencia que podía tener de mí. Aparte de ello me informó que ya desde antes de conocerme, sabía de mi existencia, de los años pasados junto a D. Froilán y de su proyecto de dejarme a mí la riendas del negocio. Y así charlando, mientras montábamos el puesto antes de que empezara a llegar la clientela, me contó, lo que yo estaba deseando saber, ¿de que conocía a mi tutor? ¿que lazos lo unían a él? y por que sin pensárselo dos veces, me había empleado. Y, empezó a contarme:

- Mediaba la guerra, era el año 37, y las cosas me iban bastante mal, apenas ganaba para pagar a los proveedores y vivir con muchas estrecheces, pero no me quejaba, me sentía afortunado, porque a mí por la edad, pasaba ya los cuarenta y ocho, no me habían reclutado y ahora sí daba gracias a Dios, por no haberme dado un hijo varón -tengo dos hembras- aunque tanto lo había deseado, imaginaba lo duro que tenía que ser para un padre, ver como a su hijo se lo llevan a la guerra. Así  pasaba el día a día como iba pudiendo, siempre rogando para que esa maldita guerra terminara pronto. Hasta que un día apareció él por aquí. Era invierno, porque recuerdo que traía puesto un abrigo gris por el que asomaba un camisón blanco y una corbata de rayas, su cabeza estaba tocada por una mascota del mismo color , peinaba canas y su andar era algo encorvado, calculé que pasaría de los sesenta. Saludó muy educadamente y me compró un papel de jamón, según sus palabras "del mas bueno que tuviera",  me pagó con una sonrisa y se marchó. Esta visita se empezó a repetir casi a diario, siempre en busca de su papelito de jamón del "bueno". Como ya sabes, los que trabajamos detrás de un mostrador, llegamos a ser con el tiempo, amigos, oyentes, consejeros, confidentes y hasta -aunque parezca una exageración- diría que confesores,  de una gran parte de la clientela, la gente está deseosa de hablar, de desahogarse, de sentir que son comprendidos y en cierta medida aconsejados, y así, poco a poco, con el paso de los días,  me fui enterando de las circunstancias y de la vida que vivía Froilán. 

Me contó que era dueño de una tienda de ultramarinos y charcutería no demasiado lejos de allí, pero que debido a la enfermedad de su mujer, a su edad algo avanzada,  a la falta de descendencia y a los caprichos del destino, en la actualidad la regentaba un sobrino de su mujer, con el que no simpatizaba demasiado. No era esa su intención, nunca entró en sus planes dejársela a él, intuía que no colmaría sus espectativas y no se equivocó, resultó un fiasco del que siempre se arrepentiría, pero, por otro lado no tenía alternativas. Antes de que estallara la Guerra Civil, tanto su mujer como él, viendo que se acercaba la vejez, que estaban cansado de trabajar, que tenían ahorros suficientes para vivir, decidieron que la persona que mejor llevaría el mando del negocio, el que les sería más fiel y nunca les engañaría, el que siempre estaría a su lado hasta que Dios los recogiera,  no podía ser otro, que el muchacho que desde los 12 años vivió con ellos aprendiendo el oficio, que estuvo en su casa nueve años largos. Pero se truncó al estallar la guerra e incorporarse al frente.  

Así me fue desgranando gran parte de su vida,  una veces a pie de mostrador, cuando escaseaba la venta, otras, me esperaba hasta el cierrre  e invitándome a un "chato" fue haciéndome partícipe de sus temores y preocupaciones, yo intentaba animarlo de la mejor manera, le aconsejaba en la medida que podía sobre su trato con el sobrino, que buscara la concordia, -le decía- y evitara el enfrentamiento entre ambos, porque deducía que él y su esposa podrían ser los más perjudicados en una situación difícil de entendimiento. A la vez, yo también empecé, como hacen los verdaderos amigos, a desahogarme, a echar para afuera mis miedos e inquietudes, esperando ese bálsamo consolador que sólo un buen amigo, un amigo de verdad, sabe dar en los momentos difíciles. Me enteré como poco a poco, Fernando, que así se llama el pariente, se fue haciendo  dueño de todo, cómo sus ahorros menguaban, cómo se despreocupaban de atenderlos, sobre todo a su tía enferma y como su tienda, su trabajo de toda la vida, era mal atendida, y todo este conjunto de cosas, lo estaban llevando a una situación límite. Hasta que llegó el día en que Encarna, no quiso vivir más, la enfermedad y el sufrimiento se la llevaron y con ella también voló, el corazón y la ilusión de él. Se encontró perdido, se sentaba a mi lado y lloraba recordándola, no sabía vivir si ella, su vida siempre había girado a su alrededor, pero  el último año lo marcaron intensamente. El se ocupaba de todo, todo lo que se puede hacer por un ser querido que no puede valerse por sí mismo: los baños calentitos para que estuviera aseada, su papelito de jamón -que me compraba a mí porque el sobrino, no traía jamones de calidad- que tanto le gustaba, los ratos en la cocina preparando sus platos favoritos, las escuchas en la radio sentado al lado de la cama, los rezos acostados mano sobre mano y el peinado y los polvos talcos para que no se "picara" y... tantas y tantas cosas que ya se habían acabado, ahora, no tenía nada que hacer, la casa se le caía encima y el silencio lo llenaba todo. No era capaz de encender la radio, casi no entraba en la cocina y, cuando llegaba la noche, lo esperaba una cama, su cama vacía y fría en la que sin ella era imposible dormir. Intentaba animarle con mis palabras, le instaba a que te escribiese, pero se negaba, le daba miedo a no recibir contestación temiendo lo peor y además no quería preocuparte. Le llegué a ofrecer mi casa, -ya casi vacía por el casamiento de mis hijas-, allí estaría a gusto, se sentiría acompañado, le cuidariámos cuando le hiciera falta, pero como ya imaginaba se negó a ser ninguna "carga" aunque sus ojos le brillaban por la emoción y las lágrimas resbalaban por su cara. Todo fue inútil, se metió en un hoyo del que ni siquiera hacía un esfuerzo por salir, porque estaba perdido y prefería seguir metido en ese hoyo, antes que salir a un mundo que no le gustaba, ni creía que hubiera ya, sitio para él.

Mientras que todo esto sucedía, mi situación empeoraba por momentos, apenas vendía, la gente no tenía dinero y el poco que tenía lo gastaban como es natural en alimentos básicos: leche, garbanzos, aceite, azucar... los proveedores se me echaron encima reclamando facturas impagadas y no veía más salida que vender, vender mi puesto, mi pequeña propiedad dentro del mercado, que tanto esfuerzo me había costado conseguir y vivir de esa venta hasta que -!Dios lo quisiera!- pudiera encontrar un trabajo de dependiente o de lo que fuera. Le conté mis penas, las situación límite que vivía y fue lo único que lo hizo reaccionar, me animó, me dijo que nunca en la vida había que darlo todo por perdido, sobre todo yo que tenía la fortuna de contar con la compañía de mi mujer y de mis hijas y de ese nietecito/a que estaba en camino, que él estaba solo, pero yo tenía lo más preciado que un hombre puede tener, una familia unida, y por esa familia había que luchar con uñas y dientes. Al día siguiente me puso en las manos una cartera, mientras decía: "Eres el único amigo que tengo, amigo de verdad, el único que se ha  preocupado por mi bienestar y algo que jamás podré olvidar, tu ofrecimiento de vivir en tu casa, deja que yo te corresponda en la misma medida, deja que aunque por ultima vez pues sé me queda poco de vida, pueda demostrarte, mi cariño y mi gratitud. Coge este dinero que te doy, es lo único que me queda de mis ahorros, con él espero puedas hacer frente a las deudas y vivir hasta que la guerra termine y la situación se normalice, yo ya no lo necesito y antes de que se lo coma Fernando, quiero que lo tengas tú que te hace más falta. Antes de decirme que no, piensa en tu mujer, en lo que vas a tirar por la borda, ¿dónde vas a encontrar otro trabajo?  y sin contar con que puedas vender, que hoy por hoy lo veo muy difícil a no ser que lo des por tres "perras gordas" y sería una necedad malvender un negocio por un precio irrisorio que no te solucionaría casi nada. No me lo podía creer, allí delante de mí había una persona a la que apenas hacía un año que conocía, que desinteresadamente me ponía en mis manos lo único que le quedaba en la vida, un dinero que le aseguraba la vejez y rompí a llorar de emoción de cariño, de ternura... acepté. Acepté porque no me quedaba otra y los argumentos esgrimidos eran la pura realidad, pero eso sí a cambio de tanta generosidad, conseguí que me diera su palabra de que se trataba de un préstamo, un préstamo que yo le devolvería sin límite de tiempo, como fuera pudiendo, pero sería devuelto. Nos abrazamos como si fuéramos hermanos, para mí lo era. En la cartera y en billetes de 1.000 ptas. había una cantidad para mí vertiginosa, y que me alcanzaba para pagar mis deudas y vivir mientras el negocio empezara a dar beneficios.

A los pocos meses, dejó de venir a verme. El primer día pense que estaría enfermo, pero después conforme los días iban pasando y su ausencia persistía, mi preocupación fue aumentando, no era normal que no apareciera y menos aún que no tuviera noticias de él, mientras trabajaba no dejaba de mirar hacia la entrada con la ilusión de verlo aparecer en cualquier momento, pero no, la ilusión se desvanecía y el desasosiego era cada vez mayor, para colmo después de tantos días juntos, de tantas vivencias en compañía, de tanto cariño, nunca me había dado por preguntarle dónde vivía, dónde estaba su tienda. Pero cuando algo importa de verdad y se tiene fe en conseguirlo, se consigue. Indagué, pregunté a clientes, a personas, anduve todas las calles en un amplio radio de manzanas, miré casa por casa... hasta que lo encontré, encontré su tienda, su hogar, pero no lo encontré a él. Ya no estaba allí, ya no vivía allí. Según me dijo su sobrino enfermó de gravedad y ante el poco tiempo de que disponía para atenderle, y la falta de recursos económicos, fue acogido en un asilo dónde continuaba. No quiso darme más explicaciones, porque, según él, su tío le pidió que si alguien aparecía preguntando por él, no le dijera donde se encontraba. No me extrañó, conociéndolo como le conocía, imaginé que quiso desvincularse de mí para que no intentara llevármelo a mi casa, y desde luego para no darme la oportunidad de devolverle el dinero, para mí prestado, para él regalado.

Y eso es todo, desde entonces he seguido buscándolo, mi mujer y yo estamos dispuestos a cuidarlo en nuestra casa, dónde no le faltaría de nada, pero ha sido imposible. Por eso, ayer, cuando me enseñastes el retrato y supe que era Froilán, aunque mucho más joven,  cambié de parecer tan rapidamente por dos motivos principales, primero, con la esperanza de que tú puedas guiarme hasta él y segundo porque sé del cariño tan grande que te tenía y lo bien que te portaste con ellos y es como una forma de agradecer lo que hizo por mí. 

Conforme me hablaba mientras trabajábamos,  había momentos en los que era inevitable para ambos, pararnos, mirarnos a los ojos, ojos en los que las lágrimas luchaban por salir, yo en silencio volvía a la tarea mientras seguía escuchando y de ese modo dejaba que esas lágrimas corrieran en libertad por mis mejillas. Le di las gracias por partida doble, por él y por mí y sin apenas voz, porque un nudo apretaba con fuerza mi garganta, le dije: "Yo sé dónde está, cuando quieras vamos a verlo".    

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